No llevo la cuenta de las veces que me ha llegado en los últimos días la imagen de un fascista con cacerola y banderita atada al cuello del mismo modo que los pijos se atan el jersey del cocodrilo. Es muy divertido hacer gracias y reírse del facha. Ya lo hacíamos hace años con Martínez y su troupe. Era una forma de quitarles el hierro mientras advertíamos que estaban de capa caída. Pero eran otros tiempos.
Ahora, al menos a mi, ya no me hacen gracia y me los tomo muy en serio. Ahora que las redes sociales te fabrican un icono en menos tiempo que un facha te canta el caralsol ya no me hacen gracia. Si deportistas afamados claman por gobiernos de concentración o de notables (golpe de estado al fin y al cabo), con la insulsa categoría que permite un revés de su raqueta o la velocidad de su bólido de niño rico. Si una imbécil de manual llama a la insurrección y le responden los niñatos de los barrios pijos, saltándose algo tan serio como la catástrofe que estamos viviendo, para golpear farolas con palos de golf, entonces no se trata de Borjamaris. No nos confundamos. Son lisa y llanamente fascistas. Los que nos jodieron la vida durante cuarenta años.
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