Esto de las relaciones sociales en tiempos de pandemia tiene su puntito peligroso. De pronto tu interlocutor está casi siempre dentro de un objeto inanimado y, por tanto, es fácil confundirse y no guardar las elementales normas de cortesía, pese a que, por aquello del aislamiento, uno intenta ser más expansivo para no convertirse en un robinsón.
Por otro lado, tengo ya vistos en estos días más de dos y de tres enfrentamientos a través de redes, de esos que transforman besos, cariños y arrumacos en irreconciliables y sanguinarias enemistades al calor de esta soledad tan tonta en que vivimos. Entre que todos estamos pelín nerviosos, pese a que nos hagamos los valientes, y que triunfan las posiciones maximalistas por aquello de hacer frente al bicho con rigor, no advertimos con claridad que de esto se supone que saldremos algún día, y que probablemente nos crucemos más de una vez con nuestro antiguo objeto de pasión por cualquier esquina. Y tener que vernos con el ceño fruncido y el colmillo enroscado por un ponme allá esas mascarillas o quítame a ese policía de aquella esquina es una santa hostia. Un poco de templanza no vendría mal. ¿No?
Y además nos han vuelto a cambiar la hora, joer.
Y además nos han vuelto a cambiar la hora, joer.
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