Examino mi cuerpo como si recorriera el mundo.
Aquí una ciénaga, una meseta, un acantilado,
una depresión, o más bien lo que no llega a ser
más que una tristeza profunda, un océano de tristeza.
Un poco más allá, un soplo de aire en el corazón
del bosque o en las montañas de la desesperanza.
Y allí, donde el dolor es el hábito, se alzan los estados febriles,
lugares desolados de impunidad, miseria y espanto.
Sondeo los precipicios, los mundos deshabitados
-espejo de mi sangre-, y los fondos abisales
más allá de las ventanas. Y ahí soy, nada más, una isla
a tiempo completo mientras canto en los abismos.
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