Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

martes, 16 de febrero de 2016

El bosque

                                                                           A la resistencia


Un día, bien temprano, apareció una brizna de hierba en un resquicio entre el cemento y una baldosa. A la mañana siguiente brotó más hierba, lentamente, como suceden las cosas en la naturaleza cuando tienen intención de perdurar. Más tarde, una planta rastrera comenzó a tomar posiciones. Transcurridas varias jornadas, las aceras, sin tránsito de peatones, se parecían cada vez más a un tímido jardín japonés.
Luego a consecuencia de unas cuantas suradas, tan típicas del lugar, empezaron a estropearse las luces de las farolas; y algunas de ellas comenzaron a doblar la cerviz por la fuerza del viento imparable. Varias semanas después, cuando le dio por llover, todos los fanales dormían acostados el sueño de los justos. Y fue justo en ese momento cuando a sus superficies metálicas comenzó a nacerles una hermosa piel de musgo. A todo esto, el césped siguió creciendo. Y junto al verde, abrieron sus corolas flores con todos los pigmentos conocidos: lirios, anémonas, hortensias, rododendros… Hasta la morada flor del azafrán, que nunca antes había sido propia de aquel andurrial, nació junto a una señalización de prohibido circular a más de cuarenta kilómetros por hora. Imposición inútil, por otra parte, dado que por allí nadie transitaba desde hacía mucho, a no ser algún forastero despistado.
Todo fue sucediendo muy poco a poco, como ya dije antes; sin embargo, lo extraordinario, lo verdaderamente extraordinario comenzó con los crujidos del asfalto. Como si entre el silencio polar se escucharan los lamentos de los hielos.
A tal punto llegó el ruido que los vecinos en varios kilómetros a la redonda perdieron el sueño. Y sin el sueño fue creciendo la alarma. Y con la alarma, muchas fueron las llamadas de socorro que comenzó a recibir el burgomaestre a cualquier hora del día y de la noche. Con lo cual también empezó a perder el sueño que nunca hasta entonces había extraviado.
Para cuando quiso avisar a los operarios y a los funcionarios, con el objeto de que tomaran cartas en el asunto y resolvieran de una vez por todas aquel desbarajuste, de las grietas de la calzada, tomada por la floresta, nacían unos troncos que crecían y crecían. Y de los troncos salían unas ramas que intentaban robar el aire. Y el aire agitaba las hojas que acababan entrelazándose con otras hojas bailando el vals de los bosques renacidos.
Y allá al fondo, en el roble más alto, una ardilla curiosa contemplaba bajo sus patas el rítmico y sosegado baile de las copas de los árboles.  

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