Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

jueves, 21 de marzo de 2019

El dragón


El dragón 

Con el dragón no se enreda,
no se juega al dominó,
no se brinda, no se festeja.

Al dragón no se le regalan flores,
no se le sonríe, no se le abren las puertas.

Al dragón no se le cede el paso,
no se le da la vez
y tampoco la voz.

Al dragón no se le celebra
no se le invita al hogar,
no se le aplauden los engaños.

Al dragón solamente se le recuerda
la muerte y el dolor,
el infortunio terrible de sus hogueras.

Al dragón, en fin, nunca se le nombra
por su nombre de fuego.

Con el dragón, sépanlo bien,
jamás te apareas.

                                        MCH

lunes, 18 de marzo de 2019

Morning Star

¡Oh, Mar Océano! Algunos encontraron en ti una tumba transparente, impenetrable a las miradas. Pero no eras más que nuestro instrumento de trabajo, vieja extensión de agua mugiente, mar de los trópicos; la mesa donde el artesano remata su obra, mar indispensable para nuestras acciones realizadas bajo el pabellón negro. Mar, tú conservas los restos de mis amigos, marinos a los que la muerte convirtió en cómicos títeres descompuestos; a lo largo de tus misteriosas corrientes arrastras el cortejo de ahogados sin energía; bajo el claro de luna, ridiculizas los cuerpos despedazados de aquellos a los que alimentabas. ¡Mar! Fuerza sin pasión, con tu enorme cortejo que reencontramos de siglo en siglo.
¡Oh, mar! Embellecida por la Cruz del Sur y por los inmensos mástiles y el fúnebre pífano del Holandés Errante. ¡Inquietantes compañeros de la leyenda marina con que los marineros y los caballeros de fortuna adornaron los áridos desiertos de tu gimiente inmensidad!

Pierre Mac Orlan.
A bordo de la Estrella Matutina.
Ikusager.


domingo, 10 de marzo de 2019

Trabajos del reino

Acorralados, pero con vía de escape.

domingo, 3 de marzo de 2019

Una historia de Irán

2005 - París, terraza del café Sancerre, en la Rue Abesses

Es tarde, medianoche pasada. Tengo veinticinco años. Mi tío Saman está sentado frente a mí, junto a mi madre. No deja de hablar. Nunca se había mostrado tan parlanchín. Ha bebido un poco. Se le suelta la lengua. Es la primera vez que rememora la cárcel.
Pasé ocho años en una de las peores cárceles del mundo. Allí me dejé el pelo, los dientes y la juventud. Bebe un sorbo de cerveza.
El primer año compartía celda con un gran periodista muy comprometido, cuyos artículos eran famosos en los círculos intelectuales iraníes. Me enorgullecía compartir celda con él. Pero ese ilustre resistente tenía una manía de lo más rara: cada mañana miraba los mismos dibujos animados en la televisión. Los dibujos animados no eran nada del otro mundo; me parecían tan banales como la mayoría. Cada mañana los miraba con una constancia y una concentración imperturbables. Seguía todos los episodios, por nada del mundo se hubiera perdido ni un minuto de las aventuras de la pequeña Nushabeh, que era el nombre de los dibujos animados.
Un día no pude aguantar más y le pregunté por qué los miraba a diario. Me sorprendía que un periodista como él, célebre, reconocido, comprometido y encarcelado por sus ideas políticas, pudiera encontrarles algún interés a esos estúpidos dibujos animados: la verdad es que me preocupaba por él, pues pensaba que esa obsesión era una forma de regresión.
El hombre levantó la cabeza y me clavó la mirada. Sonrió.
Me contestó despacio:
-Esos dibujos animados no son estúpidos ni estoy experimentando ninguna regresión, no sufras. ¿Conoces el personaje de Nushabeh? Pues la botellita que habla con esos dibujos animados es la voz de mi mujer.
-¿La voz de tu mujer?
-Es su trabajo, es dobladora. Ella le pone la voz a ese personaje y yo la escucho todas las mañanas.

Regresé a mi celda y apunté "Nushabeh" en mi cuaderno para no olvidarme jamás.    


Marx y la muñeca.
Maryam Madjidi
Minúscula.