Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

viernes, 31 de diciembre de 2021

Galopar


Este cuaderno de bitácora, diario de a bordo, libro de soledades, cierra el año. Y ya van 11, de los cuales estos dos últimos siguen siendo un paréntesis abierto. No sé si cerrarlo es cosa nuestra porque no veo al género humano (así, en abstracto) capaz de tan espléndidas empresas.
No obstante, y por si acaso, mi deseo es que la nueva rotación (iluso que soy) nos pille, libres, salvajes y galopando.
Insallah. 

lunes, 20 de diciembre de 2021

Me alegro


No soy yo de vanas ilusiones ni en política ni en lo tocante a la condición humana, aunque alguna vez lo fui. No voy a alardear de victorias porque en realidad no sé nada del futuro, ni lo que viene ni lo que hará. Pero hoy vamos a alegrarnos un poco, aunque sea por todo lo perdido y por todo lo llorado. Hoy nos alegramos por ellos, nuestros amigos, que están dichosos con la pureza que yo quisiera tener y derrochan risas y sueños que yo también debería soñar. Y nos alegramos porque nos alegramos y ya iremos viendo lo que llega mañana. Porque hay días que al menos tienen "mañanas". 

Descalzo

                                                                                                            Fotografía de José Gabriel Herrería

Donde antes había flores
 hay hojas caídas ahora.
El viento que las mueve y los pájaros,
que sobre mi cabeza
conquistan los árboles,
 me van cantando los pasos.
Transcurren las jornadas y los años
 y en cada piedra,
en cada tropiezo,
 gasto un poco más los zapatos.
No sé cuándo,
aunque sí sé adónde,
alguno de estos días
 llegaré descalzo.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Cita celestial

Los hombres sólo inventaron a Dios para entretener a sus demonios.

                                                                Yasmina Khadra.                                                                         (Lo que el día debe a la noche)

lunes, 13 de diciembre de 2021

El bar de la mitad del camino


Me gustan los bares en la mitad del camino. Llegar a sus puertas y que un niño, apenas cinco o seis años, te mire desde el interior con ojos como lunas y le pregunte a su madre si ese señor de barba blanca que hay afuera es, tal vez, el Olentzero.
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Me gustan los bares en la mitad del camino. Los abrigos contra la estrechez, contra las nieblas y las tinieblas. Las nieblas que impiden vislumbrar la trocha por la que se llega y las tinieblas por donde marchan, secretos, los porvenires. 
Me gustan los respiros y las treguas.
Me gusta llegar con calma y cansado tras andar en pocas horas entre las sombras del finisterre y el fulgor de los mares árticos.
Y me gusta que de cuando en cuando un gato montés me salude al paso, antes de hacerse invisible en la maleza.
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Me gustan los bares en la mitad del camino. 
Aquellos en donde el calor se demuestra andando acompañado. Aquellos en los que aún se sabe dónde estás y quiénes somos. 

jueves, 9 de diciembre de 2021

Final de lectura


Yo también me enamoré de Hélène Jans, como la reina sueca cuando ya no lo era, y detesté a ese "sin sangre" de filósofo que desconoció una oportunidad perdida cuando la tenía delante de los ojos. Mucho mirar fijamente a las circunvalaciones de la sabiduría para luego no saber nada de nada en realidad.
Yo también me enamoré de Hélène Jans y de su regreso a la vida en Inés Andrade con el humo de las infames hogueras. Esas hogueras que se cuelan por las rendijas del tiempo y tornan con olor a frambuesa.
Yo también me enamoré de Hélène Jans y de la incuestionable abuela Aniceta, puño en alto. Y también, también, un poco de Teresa Moure, tan capaz de hacerme enamorar de Hélène Jans.  

Sobre "Hierba Mora" de Teresa Moure.
Editorial Hoja de Lata.


lunes, 6 de diciembre de 2021

Nacimientos Napolitanos (IV)


Dicen que Nápoles es una ciudad que no tiene término medio. A la que amas o a la que odias. A mi en realidad tal afirmación me suena a cosa hecha, a frase de anuncio turístico para viajes organizados. Supongo que cualquier ciudad hay que caminarla durante mucho, mucho tiempo y aún así será difícil no apuntar en la agenda de lo vivido innumerables sensaciones encontradas.
En los pocos días que estuve en ella hubo cosas que me sorprendieron. Entre ellas esa afición a los belenes que no conocía. Exuberantes en el detalle. Magníficos en suma. Con un grado de perfección en las imágenes fuera de lo común. Pero sobre todo, y quizá lo más importante, dando sobradas muestras de usos y costumbres pasadas y modos de vida que probablemente de otro modo se hubieran perdido como se pierde en estos días todo aquello que erróneamente se considera inútil o innecesario. 


domingo, 5 de diciembre de 2021

sábado, 4 de diciembre de 2021

viernes, 3 de diciembre de 2021

jueves, 2 de diciembre de 2021

En tiempos como estos


Otro hermoso ejemplar que va a parar a la vitrina a falta de cofre.


En tiempos como estos,
oscuros de lluvias y vientos,
oteo el horizonte 
por ver si asoman a lo lejos
los mástiles del bergantín
que ha de fondear, 
como un sueño,
en la ensenada
de mis noches.
 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Barrio


Ayer se presentó en la librería La Vorágine el libro que ha publicado la Asociación de Vecinos de mi barrio "Historias del Barrio San Francisco". En el libro no está todo lo que fue ni todos los que estuvieron (tal vez en algún momento nos pongamos con ello, y aún así tampoco estará todo lo que fue) pero sí que tuvo su carga de emotividad.
A continuación incluyo mi aporte a la presentación.

Tener doce, trece, catorce, quince años, en un barrio de aluvión del extrarradio de cualquier ciudad a mitad de los años setenta podía llegar a ser una aventura inimaginable en la que cualquier actividad, supongo que porque ya iba en nuestro ADN de alevines de obrero (hoy algunos dirían eufemísticamente trabajadores por cuenta ajena), te preparaba para lo que teóricamente estabas destinado desde que nacías, que era ser lo que tu padre o tu madre, y a mucha honra. Allí y en aquellos días no se había oído hablar jamás de lo que, pasados los años se daría, en llamar el “ascensor social”. Si en nuestro barrio los edificios tenían cinco pisos y como poco ochenta obligatorios escalones como ochenta estaciones de vía crucis hasta el quinto, a nosotros, precisamente, que solo veíamos los ascensores cuando bajábamos a Santander al médico, nos iban a hablar de una cosa rara llamada ascensor social.

Por lo demás, ser un chaval en un barrio como el nuestro era, como decía antes, una continua práctica pre-profesional. Si fundías plomo que encontrabas en los escombros y con la colada hacías corazones y estrellas de plata como amuletos contra el mal de ojo y la mala suerte, operario de fundición o calderero; si tallabas cristal en las abrazaderas de los postes para las chapas en las que insertabas retratos de ciclistas, soplador de vidrio o gregario en la Vuelta a España; si armabas un triángulo de madera con ruedines para bajar por las cuestas de gravilla como suicida o como alma que lleva el diablo, mecánico; si construías casetas con cartones y tejavanas, albañil; si montabas rifas con cromos y tebeos a cincuenta céntimos la papeleta, tendero. Y además la mayoría íbamos a la única escuela pública del contorno para hacernos hombres y mujeres de provecho, que era lo que se decía entonces, aunque la verdad es que no teníamos ni remota idea, ni falta que nos hacía, de lo que era eso del provecho.

Cuento todo esto porque fue un poeta (Rainer María Rilke) el que hace muchos años sostuvo que, en realidad, la infancia era  la verdadera patria del hombre.  Y hoy en día, cuando crecen de nuevo como la hierba mala patriotas de bandera y solo eso, a mí, que a veces me da por juntar versos con mayor o menor fortuna, no me cuesta gran cosa mantener la afirmación del poeta e incluso ampliarla.

Porque probablemente es ahí, en nuestros primeros aprendizajes cuando somos capaces de absorber y procesar, como si de un territorio intacto se tratara, todo lo que la vida puede depararnos después. Y es, tal vez, una patria extraña, inconcebible quizás y en ocasiones repleta de sinsabores, pero es, sin duda el lugar, o el espacio temporal, al que algunos nos acogemos, aunque sea solo como referente para poder transitar con cierta dignidad por el resto de nuestra vida.

Participar en el libro colectivo de las “Historias del Barrio San Francisco” me ocasionó al principio no pocas reservas y prevenciones, derivadas algunas  de viejas disparidades y otras de la dificultad que tiene en ocasiones enfrentarse con lo que fuimos,  con lo que pudimos ser y con lo que aquellas vivencias y otras posteriores hicieron de nosotros. Con el pasado al fin.

Y ahora, con el transcurso de los años, con lo que sabemos y con lo que hemos vivido, cuando pienso en el barrio me doy cuenta de que en realidad siempre hemos estado regresando a ese pasado. El barrio, en cuanto nos descuidamos, se nos aparece como un fantasma en las conversaciones recurrentes. Los ejemplos de solidaridad, los arrebatos de rebeldía, las nociones de organización y de colaboración que nos han acompañado en actividades posteriores, políticas, o sindicales, o internacionalistas, o culturales, están perfectamente imbricadas en aquel convencimiento que, en tiempos duros de franquismo y post-franquismo, hacía grande y memorable al movimiento vecinal de que, si estábamos unidos, éramos capaces de todo y de que nada ni nadie nos podía parar.

Estas “Historias del Barrio San Francisco”, si tienen algo de bueno, más allá de reactivar ese orgullo de pertenencia tan cercano a la conciencia de clase, es que nacen como fiel reflejo de lo que siempre fue el sello y el carácter predominante de nuestro barrio; esto es la voluntad firme y solidaria de llevar a cabo lo que la propia gente del barrio se propone en cada momento para mejorar el día a día. Y así, seguramente que con sus imperfecciones pero también con aciertos, cada uno de los que colaboramos en la materialización del libro hemos tratado de llevar este barco a un buen puerto.

Y en mi caso, aunque sea por un breve lapso de tiempo, precisamente a ese puerto del que hablaba casi al principio. A esa pequeña patria, ajena a inflamaciones heroicas, que es la juventud que entonces  vivimos, que nos hizo crecer intelectualmente, madurar socialmente y en la que nos obstinamos en tomar ejemplo de aquellos que nos precedieron.