Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Barrio


Ayer se presentó en la librería La Vorágine el libro que ha publicado la Asociación de Vecinos de mi barrio "Historias del Barrio San Francisco". En el libro no está todo lo que fue ni todos los que estuvieron (tal vez en algún momento nos pongamos con ello, y aún así tampoco estará todo lo que fue) pero sí que tuvo su carga de emotividad.
A continuación incluyo mi aporte a la presentación.

Tener doce, trece, catorce, quince años, en un barrio de aluvión del extrarradio de cualquier ciudad a mitad de los años setenta podía llegar a ser una aventura inimaginable en la que cualquier actividad, supongo que porque ya iba en nuestro ADN de alevines de obrero (hoy algunos dirían eufemísticamente trabajadores por cuenta ajena), te preparaba para lo que teóricamente estabas destinado desde que nacías, que era ser lo que tu padre o tu madre, y a mucha honra. Allí y en aquellos días no se había oído hablar jamás de lo que, pasados los años se daría, en llamar el “ascensor social”. Si en nuestro barrio los edificios tenían cinco pisos y como poco ochenta obligatorios escalones como ochenta estaciones de vía crucis hasta el quinto, a nosotros, precisamente, que solo veíamos los ascensores cuando bajábamos a Santander al médico, nos iban a hablar de una cosa rara llamada ascensor social.

Por lo demás, ser un chaval en un barrio como el nuestro era, como decía antes, una continua práctica pre-profesional. Si fundías plomo que encontrabas en los escombros y con la colada hacías corazones y estrellas de plata como amuletos contra el mal de ojo y la mala suerte, operario de fundición o calderero; si tallabas cristal en las abrazaderas de los postes para las chapas en las que insertabas retratos de ciclistas, soplador de vidrio o gregario en la Vuelta a España; si armabas un triángulo de madera con ruedines para bajar por las cuestas de gravilla como suicida o como alma que lleva el diablo, mecánico; si construías casetas con cartones y tejavanas, albañil; si montabas rifas con cromos y tebeos a cincuenta céntimos la papeleta, tendero. Y además la mayoría íbamos a la única escuela pública del contorno para hacernos hombres y mujeres de provecho, que era lo que se decía entonces, aunque la verdad es que no teníamos ni remota idea, ni falta que nos hacía, de lo que era eso del provecho.

Cuento todo esto porque fue un poeta (Rainer María Rilke) el que hace muchos años sostuvo que, en realidad, la infancia era  la verdadera patria del hombre.  Y hoy en día, cuando crecen de nuevo como la hierba mala patriotas de bandera y solo eso, a mí, que a veces me da por juntar versos con mayor o menor fortuna, no me cuesta gran cosa mantener la afirmación del poeta e incluso ampliarla.

Porque probablemente es ahí, en nuestros primeros aprendizajes cuando somos capaces de absorber y procesar, como si de un territorio intacto se tratara, todo lo que la vida puede depararnos después. Y es, tal vez, una patria extraña, inconcebible quizás y en ocasiones repleta de sinsabores, pero es, sin duda el lugar, o el espacio temporal, al que algunos nos acogemos, aunque sea solo como referente para poder transitar con cierta dignidad por el resto de nuestra vida.

Participar en el libro colectivo de las “Historias del Barrio San Francisco” me ocasionó al principio no pocas reservas y prevenciones, derivadas algunas  de viejas disparidades y otras de la dificultad que tiene en ocasiones enfrentarse con lo que fuimos,  con lo que pudimos ser y con lo que aquellas vivencias y otras posteriores hicieron de nosotros. Con el pasado al fin.

Y ahora, con el transcurso de los años, con lo que sabemos y con lo que hemos vivido, cuando pienso en el barrio me doy cuenta de que en realidad siempre hemos estado regresando a ese pasado. El barrio, en cuanto nos descuidamos, se nos aparece como un fantasma en las conversaciones recurrentes. Los ejemplos de solidaridad, los arrebatos de rebeldía, las nociones de organización y de colaboración que nos han acompañado en actividades posteriores, políticas, o sindicales, o internacionalistas, o culturales, están perfectamente imbricadas en aquel convencimiento que, en tiempos duros de franquismo y post-franquismo, hacía grande y memorable al movimiento vecinal de que, si estábamos unidos, éramos capaces de todo y de que nada ni nadie nos podía parar.

Estas “Historias del Barrio San Francisco”, si tienen algo de bueno, más allá de reactivar ese orgullo de pertenencia tan cercano a la conciencia de clase, es que nacen como fiel reflejo de lo que siempre fue el sello y el carácter predominante de nuestro barrio; esto es la voluntad firme y solidaria de llevar a cabo lo que la propia gente del barrio se propone en cada momento para mejorar el día a día. Y así, seguramente que con sus imperfecciones pero también con aciertos, cada uno de los que colaboramos en la materialización del libro hemos tratado de llevar este barco a un buen puerto.

Y en mi caso, aunque sea por un breve lapso de tiempo, precisamente a ese puerto del que hablaba casi al principio. A esa pequeña patria, ajena a inflamaciones heroicas, que es la juventud que entonces  vivimos, que nos hizo crecer intelectualmente, madurar socialmente y en la que nos obstinamos en tomar ejemplo de aquellos que nos precedieron.

2 comentarios:

  1. felicitaciones por hablar así del barrio con el cual me siento muy identificado lo mejor para el Barrio San Francisco

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  2. Se agradecen las felicitaciones. Estamos hablando de algo muy vivido y que a mi entender dejó huella profunda en todos los que allí estuvimos.

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