Principios de la década de los sesenta. Un núcleo industrial no demasiado grande, Azkoitia, en una tarde de bochorno. Un hombre está de pie a la entrada de su negocio, sin hacer nada de particular. Ve como una mujer se acerca con sus dos hijos: lleva uno, el mayor, de la mano, y al otro, un bebé de pocos meses, en el otro brazo. De repente, el niño, soltando la mano a su madre, salta a la carretera. Pero se le viene encima un camión, y la madre, entre gritos, se precipita tras él.
El hombre también corre: sabe que, si logra arrancárselo de los brazos, al menos podrá salvar al pequeño. Es una cuestión de décimas de segundo. Pero es posible.
En la primera milésima de esas décimas de segundo, sin embargo, el hombre tiene una visión del futuro: tal y como dicen que les ocurre a los que están a las puertas de la muerte, pero al revés. Y en ese futuro, ciertamente, salvará al bebé, aunque la madre y el hijo mayor morirán bajo las ruedas del camión. Y el salvador del niño se casará, y él también tendrá dos hijos, y, siguiendo la tradición carlista de su familia, se convertirá en concejal de su pueblo, en los años revueltos de las postrimerías del franquismo y los comienzos de la Transición; después será uno de los máximos impulsores en la provincia del partido Unión de Centro Democrático. Y, un día de principios de la década de los ochenta, ETA militar atentará contra él: el tiro de gracia -las ironías del destino son terribles, a veces- se lo dará aquel bebé que salvó y que se convertirá, diecinueve años después, en joven militante de la organización. Aunque en ese momento no sabrá que aquel hombre le salvó la vida, o por eso precisamente.
Todo ello será posible, sí, pero en las siguientes centésimas de segundo, el hombre decide que no salvará al bebé. De forma que, cuando crezca, no podrá asesinarlo.
Y eso es lo que ocurre: en el último instante nadie le arranca de los brazos el bebé a su madre, y el camión chocará contra los tres.
Porque allí ya no hay ningún hombre que pueda tomar esa decisión: la calle está vacía cuando la madre y los dos niños pasan por ahí y el mayor se escapa a la carretera. Tampoco está el comercio: aquel hombre nunca llegó a abrirlo.
Porque en la línea temporal en la que el niño no se salva, treinta y cinco años atrás, el hombre que ya no está en la acera, en aquella época él mismo un bebé recién nacido, estaba refugiado con su madre, a causa de la Guerra Civil, en la zona de Busturia, en Murueta, un pueblo pequeño desde el que, los días de mercado, se acercaban a Gernika con el objeto de hacer las compras necesarias para aliviar la escasez. Y, efectivamente, la madre y el hijo recién nacido estaban allí aquel día de mercado, cuando los Junkers Ju-52 y los Heinkel He-111 dejaron caer sus bombas incendiarias sobre la villa: no pudieron huir a tiempo de Gernika y allí terminaron para el bebé, en un instante, las posibilidades de convertirse en un hombre y de salvar, treinta y cinco años más tarde, la vida de aquel niño de pocos meses, al tiempo que desaparecía de raíz la posibilidad de que pudiera convertirse un día en terrorista.
Quizá habría sido mejor si el hombre, en las primeras milésimas de aquellas décimas de segundo, y como es de rigor, hubiera mirado hacia el pasado, en lugar de hacerlo hacia el futuro.
Iban Zaldua.
Como si todo hubiera pasado.
Galaxia Gutenberg.
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