En "El lado oscuro del corazón", la hermosa y poética película de Eliseo Subiela, el poeta Mario Benedetti interpretaba un pequeño papel, en el que vestido con el típico abrigo azul de marinero soltaba una curiosa perorata en alemán, en lo que supongo que fue su bautismo de fuego como actor de cine. Y yo, que desde luego no soy ni por asomo alguien como el recordado poeta uruguayo, ayer también tuve la suerte de disfrutar en Gijón de un curioso estreno en las artes cinematográficas.
Fue larga la sesión y, en ocasiones, tremendamente cansada. No obstante pude comprobar in situ lo esforzado del oficio; e imagino que si el común de los mortales pudiera acceder a un rodaje de película, observaría sin duda el amor que hay que tener por una actividad como esta y valoraría con calor cada segundo del metraje cuando se planta delante de una pantalla para disfrutar del milagro del cine.
Toda mi admiración para todos aquellos con los que he compartido, curioso, este estupendo día y que el éxito les acompañe siempre.
Y hablo de éxito, no de triunfo, porque es un éxito disponer de la fuerza y la entrega para hacer aquello que a uno le gusta.
Y de mi, qué decir. Comprobé que soy un maravilloso actor de carácter. El mundo del cine ganó por un día a un irrepetible (y digo irrepetible con toda intención) intérprete del séptimo arte.
Siempre que en la fase de montaje no desaparezca como un errante holograma que se funde.
Hoy es un día especial. Han sido dos largos años de trabajo desde la Asociación Desmemoriados-Memoria colectiva de Cantabria para la preparación y materialización del libro que hoy se presenta en la librería La Vorágine.
En el inicio solamente era un proyecto, un deseo que tenía pocos visos de realización, pero que poco a poco, a medida que hablábamos con unos autores y otros iba acercándose a la realidad.
Julio, en su casa de León, me dijo que sí, me dio un libro y me dijo: "escoge lo que quieras".
Joseba me citó frente al Malecón de La Habana, a la entrada del Hotel Deauville. Y lo que iban a ser dos horas se convirtieron en seis o siete de charla animada frente a unas cervezas.
Gloria nos recibió en su casa en un hermoso reencuentro.
Con Alfons, paseando por Santander, no hubo nada más que mencionárselo para que nos remitiera poco después un relato de abandono y exilio.
Y así con todos y todas las que están.
Cómo no meditar con los certeros pensamientos de Antonio respecto a la memoria de su pueblo, que es la de todos nosotros. Cómo no emocionarse con las vicisitudes del abuelo de María, o sufrir con los personajes de Mabel. Cómo no sentir la cercanía de una villa de la costa cántabra, que reconocí inmediatamente como parte de mi infancia, en las palabras de Pilar. Cómo no sentir nostalgia con el guiño de Chesús a los brigadistas irlandeses. Cómo no volver a los diecinueve con el relato de Isabel. Cómo no enlazar la terrible metáfora de Juan con lo que le pasa a este país. Cómo no ver en la lejanía del mar a esta ciudad de dientes de dragón, con la historia de Luisa Carnés.
42 años después en mi barrio se celebra el recuerdo. Los lugares eran pequeños y nosotros éramos grandes y teníamos todo por vivir.
Ciertamente
he llegado a la conclusión de que el tiempo es un invitado inoportuno,
olvidadizo y, a fuerza de ser sinceros, de bastante poco fiar.
Hace
dos años, cuando en la Asociación
Desmemoriados, con la que colaboro, me encomendaron escribir
un pequeño artículo sobre el cuarenta aniversario de la ocupación de la Escuela “11 de abril” para
su archivo y para ser publicado en el periódico digital “El diario.es”, tuve
que hacer como primer paso un esfuerzo de memoria que me permitiera desbrozar
de mis recuerdos lo que yo había vivido, de aquello que había escuchado y de lo
que en todo acontecimiento digno queda como recuerdo mitificado de unos hechos
reales que, sin duda alguna, deben suponer un orgullo para aquellos que los
presenciamos y los compartimos en el pasado, ya sea en algún tramo o en su
totalidad.
En
1977, año en que se tomaron los locales del constructor donde se ubicó la
escuela, yo tenía 16 años y una conciencia social y política todavía bastante
errabunda y diletante. Creo que era entonces, por ser magnánimo, un testigo
sorprendido, aunque entusiasta, de unos acontecimientos que aún no comprendía
enteramente pero que comenzaban a albergarse en mi mente y en mi corazón como
un ejemplo de lo que es posible alcanzar con la convicción y la decisión de un
grupo humano, por muy débil o pequeño que en un principio pueda sentirse.
Sin
embargo, incluso cuando hablo de lo que yo era entonces estoy hablando de
recuerdos más o menos fiables. Hace dos años, y cuando escribía el artículo que
mencionaba al inicio, llegó hasta mí una vieja película de aquellos días que
hasta entonces no había visto. Una película en la que estaban todos. Mis
vecinos se arremolinaban frente a la escuela recién estrenada mientras una
comitiva de policías y de funcionarios iba y venía de un lado a otro.
Y
de pronto, mientras repasaba las imágenes con una mezcla de tristeza,
satisfacción y nostalgia, para mi sorpresa también tropecé conmigo en aquel
lugar del pasado. Y digo sorpresa, porque yo no recordaba haber vivido en
persona aquel momento en el que la policía intentaba desalojar nuestra escuela.
Durante mucho tiempo había pensado que aquellas escenas yo las conocía porque
me las hubieran contado. Imaginaba que yo habría estado en clase o en alguna
otra ocupación. Pero no. Allí estaba, rodeado de mis amigos de entonces. Alguien
en aquel coro de indignación y esperanza, haciendo fuerza con nuestra sola y
silenciosa presencia para que se cumpliera una más en el proceso de decisiones
que los habitantes de un barrio humilde pero irredento como era el nuestro
habrían de llevar a cabo a lo largo de su historia.
Pero,
además, con aquella presencia comprendí, mientras contemplaba muchos años
después de que ocurriera a aquel baile de sombras sosteniéndose firmemente
contra lo injusto, que también había hecho algo importante para mi mismo, para
mi ulterior desarrollo personal; y que aquellas imágenes, junto con lo que hubo
antes y lo que vino después en nuestra hermosa historia comunal, eran los
cimientos sin duda de lo que todos nosotros, con imperfecciones y dudas
seguramente, hemos sido y hemos construido a lo largo de nuestra vida.
Hoy,
cuarenta y dos años después, vuelvo a mirar con cierta distancia, pero también
con cariño infinito, a aquel que yo fui, cuando aún era barro moldeable, y
pienso que ese crío casi imberbe, que entonces no sabía nada de mí ni de
aquello que el futuro me iba a deparar, es el artífice de mi vida, con sus
logros y sus deslices. Y que también él, junto con mis antiguos vecinos, aunque
algunos ya no estén, y los amigos que desde entonces a lo largo de este tiempo
común me han acompañado hasta aquí, no solo son mi suerte, sino también los que
aún ahora me sostienen.
Cuando paseas por la playa es normal que encuentres árboles muertos que arrastran los ríos, plásticos en todas las modalidades de la incultura de la gente, instrumentos o carga que pierden los barcos, algas marinas, restos de espuma, perros que corren, un hombre que mira....
Pero, a veces, hallas también a algún desgraciado habitante de la mar al que ha doblegado la vida.