Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

sábado, 13 de abril de 2019

Un 11 de abril


42 años después en mi barrio se celebra el recuerdo. Los lugares eran pequeños y nosotros éramos grandes y teníamos todo por vivir.

















Ciertamente he llegado a la conclusión de que el tiempo es un invitado inoportuno, olvidadizo y, a fuerza de ser sinceros, de bastante poco fiar.
Hace dos años, cuando en la Asociación Desmemoriados, con la que colaboro, me encomendaron escribir un pequeño artículo sobre el cuarenta aniversario de la ocupación de la Escuela “11 de abril” para su archivo y para ser publicado en el periódico digital “El diario.es”, tuve que hacer como primer paso un esfuerzo de memoria que me permitiera desbrozar de mis recuerdos lo que yo había vivido, de aquello que había escuchado y de lo que en todo acontecimiento digno queda como recuerdo mitificado de unos hechos reales que, sin duda alguna, deben suponer un orgullo para aquellos que los presenciamos y los compartimos en el pasado, ya sea en algún tramo o en su totalidad.

En 1977, año en que se tomaron los locales del constructor donde se ubicó la escuela, yo tenía 16 años y una conciencia social y política todavía bastante errabunda y diletante. Creo que era entonces, por ser magnánimo, un testigo sorprendido, aunque entusiasta, de unos acontecimientos que aún no comprendía enteramente pero que comenzaban a albergarse en mi mente y en mi corazón como un ejemplo de lo que es posible alcanzar con la convicción y la decisión de un grupo humano, por muy débil o pequeño que en un principio pueda sentirse.

Sin embargo, incluso cuando hablo de lo que yo era entonces estoy hablando de recuerdos más o menos fiables. Hace dos años, y cuando escribía el artículo que mencionaba al inicio, llegó hasta mí una vieja película de aquellos días que hasta entonces no había visto. Una película en la que estaban todos. Mis vecinos se arremolinaban frente a la escuela recién estrenada mientras una comitiva de policías y de funcionarios iba y venía de un lado a otro.
Y de pronto, mientras repasaba las imágenes con una mezcla de tristeza, satisfacción y nostalgia, para mi sorpresa también tropecé conmigo en aquel lugar del pasado. Y digo sorpresa, porque yo no recordaba haber vivido en persona aquel momento en el que la policía intentaba desalojar nuestra escuela. Durante mucho tiempo había pensado que aquellas escenas yo las conocía porque me las hubieran contado. Imaginaba que yo habría estado en clase o en alguna otra ocupación. Pero no. Allí estaba, rodeado de mis amigos de entonces. Alguien en aquel coro de indignación y esperanza, haciendo fuerza con nuestra sola y silenciosa presencia para que se cumpliera una más en el proceso de decisiones que los habitantes de un barrio humilde pero irredento como era el nuestro habrían de llevar a cabo a lo largo de su historia.
Pero, además, con aquella presencia comprendí, mientras contemplaba muchos años después de que ocurriera a aquel baile de sombras sosteniéndose firmemente contra lo injusto, que también había hecho algo importante para mi mismo, para mi ulterior desarrollo personal; y que aquellas imágenes, junto con lo que hubo antes y lo que vino después en nuestra hermosa historia comunal, eran los cimientos sin duda de lo que todos nosotros, con imperfecciones y dudas seguramente, hemos sido y hemos construido a lo largo de nuestra vida.


Hoy, cuarenta y dos años después, vuelvo a mirar con cierta distancia, pero también con cariño infinito, a aquel que yo fui, cuando aún era barro moldeable, y pienso que ese crío casi imberbe, que entonces no sabía nada de mí ni de aquello que el futuro me iba a deparar, es el artífice de mi vida, con sus logros y sus deslices. Y que también él, junto con mis antiguos vecinos, aunque algunos ya no estén, y los amigos que desde entonces a lo largo de este tiempo común me han acompañado hasta aquí, no solo son mi suerte, sino también los que aún ahora me sostienen.    

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