Comencé a leer el “Ulises” de James Joyce el 21 de junio de
2022 y lo he terminado el 21 de agosto de 2022. Es decir, he tardado dos meses
justos de este verano caótico y calenturiento. Unos días más de cien años
después de la publicación del mencionado libro.
En una entrada de este mismo blog (https://lanubeenlaboca.blogspot.com/2021/04/un-cuento-de-libro.html),
con el que intentaba celebrar irónicamente el día del libro de hace un año,
contaba mis vicisitudes con Ulises desde que compré mi primer ejemplar en enero
de 1985, hace 37 años, cuando yo contaba 23 años de edad, más o menos la misma
de Stephen Dedalus en la novela. Es verdad que luego he ido comprando otros
ejemplares hasta que por fin con el último he cumplido.
Nunca es tarde, dicen, si la dicha es buena. Y lo es.
Porque, aunque para algunos tiene mala fama (avieso, incomprensible,
interminable), salvando obstáculos externos e internos, me lo he tomado como un
reto, vamos, como aquello de subir una montaña o atravesar algún desierto. Y el
libro, este Ulises de nuestros tormentos, a decir verdad, algo de eso tiene. De
cruzar un desierto.
Efectivamente, en algunas partes de su luenga longitud
parece como si de pronto, en apariencia, el desconfiado lector transitara por un
secarral de palabras o como si en la superficie de la muy querida ciudad de
Dublín alguien se hubiera dejado algunas tapas de registro abiertas y el
lector, acompañando, ensimismado en su libro, la travesía de Leopold Bloom o
del ya citado Dedalus, fuera cayendo en alguna de ellas y recorriera, sin saberlo, parte de los subterráneos de la
ciudad en lugar de hacerlo a la luz del día, de ese único día que Bloom alarga
y demora para no tener que regresar a su casa y a su esposa Molly, natural de
Gibraltar.
He estado en Dublín en tres ocasiones, incluso me he
fotografiado con la estatua de James Joyce en la confluencia de la Calle
O’Connell, frente a la famosa Oficina de Correos, pero la ciudad que aparece en
la icónica novela, aunque reconocible, a mi parecer tiene una imagen propia y
su propia idiosincrasia, ajena a lo que puede discernir un visitante ocasional de
la capital irlandesa. Ese Dublín lo construye, sin duda alguna, el puñado de
personajes que acompaña a los personajes centrales y que conforman esa Corte de
los Milagros repleta de bebedores sempiternos, camareras, prostitutas,
apostadores sin fin, expertos en las comedias shakesperianas, policías de
ronda, fenianos irredentos, románticas señoritas en la orilla de la playa,
muertos recientes y muertos antiguos, petimetres ridículos, adúlteras, Joyce en
pose de artista casi adolescente y, desde luego, el entrañable Leopold Bloom.
Y no voy a extenderme en esta pequeña celebración. Mi agradecimiento al traductor y a su titánico trabajo. Si alguien me pregunta diré que el “Ulises” de Joyce me ha gustado mucho y he disfrutado extraordinariamente con su sentido del humor, con sus juegos de palabras, con su piedad por los personajes, y con el esfuerzo que su lectura me ha supuesto, pero que jamás de los jamases se lo recomendaré a nadie.
Y cito, para
finalizar, al Joyce del capítulo 14, puesto que hablamos de un escritor
diferente en cada uno de los capítulos que lo componen, y en este caso
visionario cuando dice “todo nos está escondido cuando querríamos ver detrás
de nosotros de qué región de remotidad ha sacado su dedondeidad la quiddidad de
nuestra quienidad”.
Sí.