Podríamos estar hablando de esos pequeños momentos de felicidad que se guarecen de las sombras y del ruido sordo que fabrican los dolores inexplicables.
Podríamos estar hablando de los amigos que son capaces de sonreír como forma cotidiana de aliviar el pasado y entonar las canciones más estúpidas de la anciana adolescencia como si no hubiera buitres melómanos huyendo hacia el horizonte.
Podríamos estar hablando de los quietos campos amarillos a nuestro alrededor y de cómo puede dolernos la mirada ante la belleza.
Pero entonces no podríamos hablar de esas criaturas que nos observan comprensivas durante un instante y luego escapan al mundo del silencio, ese que nos está vedado, bajo las encinas.
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