Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

viernes, 31 de mayo de 2019

Un paseo por las Montañas Simien

La Revista Amberes me publica una pequeña historia sobre mis andanzas del año pasado por las Montañas Simien en Etiopía. Se puede leer aquí.


sábado, 25 de mayo de 2019

La cola del Everest

                                                                                                    El País- AFP

Cuando yo leía libros sobre expediciones al Himalaya me imaginaba hombres que subían montañas con la decisión de los héroes y una mirada especial (o tal vez era el alma) entre romántica y aventurera.
Cuando yo leía libros sobre expediciones al Himalaya se me grabó en la memoria como una marca indeleble que lo importante no era la cumbre sino volver a la base. Regresar.
Y entonces imaginaba que Peña Vieja era el Nanga Parbat y el Cuernón de Peña Sagra el hermano doméstico del Sisha Pangma. Mi Everest y mi K2 estaban un poco más lejos.
Las montañas, subir a las montañas, eran algo así como la liberación de la rutina, soñar con los horizontes, disfrutar de la soledad y del silencio en compañía y sobre todo crecer, hacerte un poco más sabio.
Hace mucho tiempo que no leo libros sobre expediciones al Himalaya, aunque sigo mirando a las montañas con enorme cariño y profundo respeto. 
No tiene culpa el Everest, Chomolungma (madre del universo) en tibetano o Sagarmāthā (la frente del cielo) en nepalí, de que hoy cuando pienso en esa hermosa montaña blanca me acuerde solamente de las colas del supermercado.

martes, 21 de mayo de 2019

El naranjo de la abuela

La abuela puso en un tiesto una pepita de naranja, que después guardó mi madre durante cierto tiempo. Luego la maceta acabó en mi casa y la plantamos en el jardín.
Durante varios años el árbol fue creciendo sin dar fruto.
Un día trajimos un limonero y fue en ese momento cuando el naranjo de la abuela comenzó a identificarse.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Gavia

Hay dos actitudes que aprecio en un poeta y en un viajero. Y aún más en aquel que es ambas cosas a la vez.

La primera de ellas es el pudor irrefrenable, cuando es sincero, que impide autocalificarse como tal, como si la panoplia de lecturas que se poseen y la admiración por aquellos que consideramos auténticos poetas o auténticos viajeros abortaran con los años cualquier veleidad y cualquier plumaje de pavo real.

La otra tiene que ver con la proverbial tendencia al extrarradio. Es decir, esa lógica por la cual cuando eres forastero (y por alguna extraña razón, a pesar de tus desvelos, lo sueles ser siempre y en todo lugar) tus pasos y tu instinto te llevan a los espacios mágicos donde nunca, nunca, se acumulan las atracciones masivas que suelen congregar en cualquier ciudad a aquellos que, como si fueran el conejo blanco de Alicia, se trasladan con la prisa asfixiante de las agencias turísticas.

Si se conjugan adecuadamente ambas capacidades y añades a ellas el poso necesario que da el tiempo, tal vez en algún momento consigas hacer un extraordinario poema o, al menos, consigas una buena conversación con el paisanaje castizo de una taberna recóndita a la que, a buen seguro, nunca llegará la afiebrada marea de las bermudas y las cámaras de fotos. Mientras tanto, la alquimia de la prueba y el error hará que lo que escribas sea bueno, o al menos lo suficientemente bueno para que, siempre que tu ímpetu no sea trascender a parnaso alguno, estés satisfecho con lo conseguido.
¿Y acaso no es eso lo importante?

Pues bien, recientemente he tenido la ocasión de asistir a la presentación de un libro de poemas titulado “Gavia” (título ya de por sí suficientemente atractivo o que al menos parece promesa de una buena singladura para aquellos aquejados del mal del horizonte). El autor, Sergi Bellver, aunque aventajado viajero, a juzgar por el índice del libro, y ducho en otras letras, hace confesión de primerizo en eso de la poesía. Pero para ser sinceros, y al menos para mi gusto, la bisoñez en nada se le nota, pues es de suponer que a falta de experiencia poética, que a veces está muy sobrevalorada, le sobran lecturas, buen ojo para absorber lo que se vive y el sosiego de un hombre tranquilo.

 Los poemas de Gavia que hasta el momento he podido leer (lo siento, no he hecho caso al autor y he leído a saltos de mi propia experiencia viajera y no de principio a final como él recomienda) se atraviesan con el placer del viajero que regresa a aquellos lugares en los que alguna vez fue feliz y a los que, contradiciendo a algún cantautor de recia voz cascada, siempre debes volver.

A mí también me aguarda de nuevo en algún momento la Última Esperanza y, como hombre cabal, padezco sin remedio del Credo Leonés.



Credo Leonés

                                                  Para Luis Miguel Rabanal

Creo en León, reino sobrio y generoso, linde del cielo y de
la tierra. Creo en el libro del frío, en la memoria de la nieve,
en la casa roja y en el sepulcro en Tarquinia, que fueron
concebidos por obra y gracia de las minas de carbón y de las
fraguas, donde nacen todos los poetas y cuentistas de estos
lares. Creo en los bosques bercianos y en los cañaverales
coyantinos, por los que agoniza y resucita el sol padre. Creo en
el templo mozárabe que habrá de durar otros mil años en el 
Valle del Silencio. Creo en el silencio de Valdeón, Vegacervera
y Valdeteja, como creo en el de otros valles agazapados entre
las hoces de los ríos, refugio de sauces y cerezos por los siglos
de los siglos. Creo en los pecios de los pueblos en el fondo de
los pantanos, donde todavía suenan ahogadas las campanas de
sus espadañas. Creo en el mar leonés, en su oleaje de ramas y
espigas, en sus atalayas de ladrillo y en el faro de Sahagún, en
el que duerme el espíritu santo de un torrero escribidor. Creo
en la cigüeña que camina sobre las aguas de hierba  y sobre la 
espuma de las flores, como el hijo del carpintero en el mar
de Galilea. Creo en las iglesias de barro, en los palomares de
barro y en los hombres y las mujeres de barro que protegen las 
almas y los campos del olvido y la sequía. Creo en el perdón
a los niños que se avergüenzan de apalear a los perros y en la
lealtad de los arrieros humildes. Creo en la inversión cósmica 
del cocido maragato y en la desecación de la carne, así como 
creo en la liturgia del vino y en la tertulia eterna. Amén.

                                                                 Sergi Bellver

miércoles, 8 de mayo de 2019

Cita de palabras

Las palabras son la escurridiza sustancia del mundo que imaginamos.

                                                                Lina Meruane.

Volverse Palestina.
Literatura Random House

lunes, 6 de mayo de 2019

Historia de una bala

Coincidirán conmigo en que la imagen es inquietante, reconocible pero inquietante más allá de la percepción que tenemos grabada en nuestra mente respecto al uso con que comúnmente se identifica a ese objeto.
Sí, no hay duda, ese objeto es una bala. Una bala con malformación. Una bala muerta, sacrificada.
Si la observamos detenidamente comprobamos que la visión del proyectil aún nos puede dar más claves. En su base vemos que está datada: una fecha y un país. México, 1931.
Hasta aquí los signos externos. Luego se abren otros caminos.
Uno de ellos nos adentra en una vía histórica más o menos abordable: el motivo por el que armamento de fabricación mexicana llega a España alrededor de una fecha, 1931, en la que en este país se instaura la II República.
El otro sendero, más cercano pero, paradójicamente como veremos, también más inexpugnable, tiene que ver con la razón por la que una antigua e inútil bala mexicana se conserva hasta nuestros días en una anónima vivienda del extrarradio obrero de Santander.

Lo cierto es que con toda probabilidad su entrada en España fue posterior a la fecha que señala su base (o culote). Exactamente a partir de un lustro después, con la guerra civil ya en marcha.

Hay que retrotraerse al triunfo de la revolución en 1910 para comprender la cercanía de México con el gobierno español republicano instaurado a comienzos de la década de los treinta, dado que desde entonces la política exterior mexicana había optado por apoyar diplomáticamente y sin exclusión cualquier gobierno constituido legalmente en contraposición a gobiernos de inspiración antidemocrática. 

En consonancia con lo anterior, el gobierno mexicano del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) había dado muestras ya, con anterioridad a la conflagración, de sus abiertas simpatías hacia la República Española. Tal vez porque al autodenominarse ésta como una república de trabajadores entroncaba meridianamente con la tradición progresista de México, encarnada en Benito Juárez o Francisco Madero y sus ideales respecto al reparto de tierras y la división de poderes dentro del Estado.
Así mismo es posible que Lázaro Cárdenas observara un creciente paralelismo entre el acoso interno y externo que la República Española estaba sufriendo y el peligroso avance con que las fuerzas conservadoras mexicanas acuciaban a las políticas de progreso que su gobierno estaba emprendiendo. A esto se unía un panorama internacional donde el fascismo se encontraba en plena ebullición, lo cual, por simpatía, podía comprometer seriamente no solo sus intentos reformistas en política interna, sino también la posición del estado mexicano en el plano internacional.

Lo cierto es que con el estallido de la Guerra de España en 1936 la ayuda diplomática y la colaboración de México con el gobierno español aumentaron proporcionalmente. No solo la diplomacia del país azteca se hizo cargo de los intereses españoles en aquellos estados en los que la mayor parte del personal adscrito a las embajadas se alineó con los facciosos insurrectos, sino que sus fábricas de armamento se pusieron totalmente a disposición de la maquinaria de guerra republicana. Y del mismo modo, una vez que las reservas de armas fueron agotándose, el gobierno de Cárdenas funcionó como pantalla en la intermediación para la compra de material bélico a otros países, intentando salvar de este modo el bloqueo que las grandes potencias, como Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos, habían acordado como hipócrita política de no intervención.

Además, a pesar de (o quizá debido a) la aguda polarización que la guerra en España provocó entre la población de México, no pocos ciudadanos de ese país acudieron para combatir a favor de la democracia y la legalidad republicana en las Brigadas Internacionales.

Finalmente, cuando la derrota del gobierno de la II República estaba más que decidida, fue el país de Lázaro Cárdenas uno de los que con más determinación acogió a la diáspora del exilio español.


Y una vez referido todo lo anterior, en un intento por acreditar la razón por la que una bala fabricada en México tiene protagonismo en esta historia, pasamos a su explicación.

Suponemos que dicho proyectil llega en plena contienda al Frente Norte, en España, en perfectas condiciones para su labor: la de matar. Sin embargo, como se puede apreciar dado que no está percutido, nunca llega a ser utilizado para ello, sino que al final, por circunstancias del combate, su cometido será otro muy distinto.

La bala la llevaba en su cinturón un soldado del ejército republicano llamado Domingo Pablo Martín Gómez, nacido en Santander en el año 1915. Tenía 21 años al comienzo de la guerra y hasta entonces se desempeñaba como panadero en el obrador de la Panadería Carús, que existía (al menos con ese nombre entonces) en la Calle Arrabal. Oficio, por otra parte, que continuaría ejerciendo a lo largo de su vida tras su desmovilización, a la par que otros pequeños trabajos que iban completando, como en el caso de muchos otros obreros, las precarias economías familiares de la época franquista.

 Pero antes, Pablo, había vivido en la Calle San Sebastián de Santander y había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios que estaba situada en lo que hoy es el Colegio Público Magallanes.

Sus hijos, por aquello del silencio que ocultó durante años gran parte de lo ocurrido al bando perdedor, desconocen la mayoría de los lugares a los que a Pablo le llevó la marea bélica. No obstante todo parece indicar que una parte importante de su vida de soldado se desarrolló, como hemos avanzado, en la defensa del Frente Norte en el sector  de lo que se llamaba entonces la provincia de Santander, aunque con la caída paulatina de la cornisa cantábrica en manos de las tropas franquistas y la retirada hacia Asturias del contingente republicano no finalizó su vida de combatiente. Pero al menos algo de lo poco que les contó al hilo de las veleidades montañeras de sus vástagos fue la descripción de diversos parajes de montaña del occidente cántabro, cuando estos, ya anciano, le referían sus caminatas por las trochas de los Picos de Europa y él recordaba  la travesía en huida por aquellos montes de los pelotones de soldados de la República ante el avance imparable del ejército rebelde.

Seguramente fue antes del repliegue descrito cuando ocurrió el episodio de la bala agujereada. Como hemos dicho, el soldado Martín Gómez la llevaba junto al resto de su munición en una cartuchera rodeando su cintura. No sabemos en qué lugar sucedió, pero donde fuera, inopinadamente recibió una descarga desde las posiciones enemigas, con tal fortuna que el disparo atravesó la bala mexicana justo por el espacio que corresponde al depósito en el que se acumula la pólvora, la cual explotó produciéndole una quemadura de cierta importancia, pero evitando que el tiro del adversario le hiriera mortalmente.

Es más que probable que a resultas de este suceso nuestro soldado fuera evacuado a un hospital de sangre en Santander. Según nos cuenta su familia este hospital estaba ubicado en el edificio del Gran Casino del Sardinero. Allí conocería a la que más tarde sería su esposa, María, que junto a la propia hermana de Pablo, cumplía en aquellas instalaciones de campaña labores de enfermera con el Socorro Rojo.

La propia María contaría tiempo después que al acabar la guerra fue investigada por las autoridades triunfantes, las cuales querían saber si ella había estado curando “rojos”, a lo que había respondido que ella había curado a todos los heridos y que todos tenían la sangre roja. Respuesta ésta que no debió ser del agrado de los interrogadores ya que le supuso una ficha en la que sorprendentemente se la clasificaba como roja peligrosa.

Y una vez hecho este inciso, abrimos otro para decir que tampoco sabemos cuanto tiempo permaneció Pablo Martín en aquel hospital lejos del frente, pero durante uno de esos días, concretamente el 30 de abril de 1937, llegó a ser testigo desde la costa del hundimiento, por el choque contra un mina, del Acorazado España, que por entonces tenía encomendada para el bando sublevado la misión, junto al Velasco, de patrullaje y bloqueo de la zona republicana.

Luego, para nuestro soldado, llegaría la retirada ya descrita hacia Asturias. Y a tenor de los recuerdos que se van desencadenando en sus hijos con nuestras preguntas, podemos conjeturar que desde algún puerto asturiano, probablemente Gijón, y tras la finalización de la campaña del norte en octubre de 1937, fue evacuado en barco a Francia con los restos de la tropa, cruzando los Pirineos en tren para reincorporarse a la lucha en Teruel a partir de diciembre de 1937 o enero de 1938. Aquel invierno fue uno de los más gélidos del siglo, por lo que no es de extrañar que uno de sus recuerdos repetidos a lo largo de los años, junto al de los canjes de tabaco por papel de fumar con los soldados de la trinchera contraria, fuera el del frío extremo que allí padeció.
En la mañana del 22 de febrero de 1938 el ejército franquista entró finalmente, tras duros meses de batalla y una ciudad arrasada, en la pequeña capital de la provincia aragonesa sin apenas resistencia por parte republicana, dado que los mandos habían conseguido evacuar con éxito a una parte de la guarnición.

Como tantos otros detalles de esta reconstrucción realizada a través de un rosario de recuerdos silenciados a lo largo del tiempo, no podemos saber si fue en Teruel donde llegó para Pablo, no solo la derrota sino la prisión posterior hasta el final de la guerra un año largo después. Lo que sí ha quedado en la memoria de su familia ha sido que con el fin de la contienda fue obligado, como tantos otros jóvenes republicanos, a cumplir el servicio militar en la nueva España franquista.

Y hoy que Domingo Pablo Martín Gómez ya no está, 80 años después de la finalización de la Guerra de España, su hija nos muestra en su mano, como una suerte de amuleto que el joven soldado guardó hasta el día de su muerte, la bala llegada de México, que una vez, en otro remoto día del periodo más trágico del pasado reciente de este país, le salvó la vida.
La segunda vida que Pablo pudo vivir.