Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

martes, 22 de diciembre de 2020

Doce meses y un día


En enero y en febrero la madera ardió llenando el aire de llamas y pavesas. Nada hacía presagiar que marzo sería un mes raro, anormal, de esos en los que cabeceas pensativo y te dices, estupefacto, que hay cosas que no te pueden estar pasando a ti. Pero lo cierto es que te estaban pasando. A ti y a todos los demás. La calle se quedó de pronto vacía, en una especie de desconsuelo de ventanas vigía en las que se posaban los gorriones mirándote. Mirando para adentro. En abril los días pasaban lentos como la niebla o como los asistentes a un entierro. Y las urracas, junto a los gorriones, miraban para adentro. Mayo ya no era mayo, aunque los buitrones inundaran el cielo con sus salmódicos vuelos. Para junio cerramos ventanas y abrimos las puertas como si el dinosaurio ya no estuviera allí y porque de ilusión también se alimenta el pobre. Julio no nos llevó lejos como a pájaros migrantes y agosto se vistió de tregua. Septiembre, en una lenta deriva, como los continentes o las placas de hielo, volvió a ser marzo. Y en octubre nos hirió el rayo.
Noviembre no supo de sueños y los colores del otoño se habían escapado, sin darnos cuenta, hacia otros territorios en los que no estábamos nosotros. Y sin embargo el milano real miraba para adentro.
Y en diciembre, ya ven, a pesar de todo extendemos las alas, desentumecemos, intrépidos, las plumas y los músculos dormidos y hacemos, como todos los días, prácticas de esperanza.

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