Cuando éramos críos
aguardábamos como sombras en la maleza
a que los gorriones acudieran al gallinero
para compartir el grano con sus primas, las esclavas.
Cuando ya había suficientes,
mi compinche se acercaba con un bastón
y montaba una carnicería de pardales
mientras yo cerraba la puerta. No fuera a ser
que alguno escapara de la tremenda escabechina.
Luego contábamos los muertos
como se cuentan las cabezas de enemigos desconocidos
y más tarde nos marchábamos
a la orilla de la marisma cercana
para aliviarnos desnudos en el barro
de nuestras almas negras e insensatas.
Hoy, tantos años después, mientras observo en el jardín
el aleteo de otras aves con más suerte
aún vuela sobre mí
la parda agitación de su inocencia.
MCH
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