Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

lunes, 30 de septiembre de 2019

Dos ciudades

La música ha sido creada para la gente sin hogar porque es el arte que menos unido está a un lugar concreto. Es sospechosamente cosmopolita. ¿Por qué las partes de una composición musical llevan nombres italianos? ¿Por qué Beethoven nació en Bonn y murió en Viena? ¿Por qué dedicó tres de sus cuartetos de cuerda a un aristócrata ruso? ¿Por qué los chinos tocan los nocturnos de Chopin? ¿Por qué Haendel viajó a Londres y Rossini a París?

La pintura es el arte de los sedentarios que se complacen en la contemplación de la tierra natal. Los retratos afianzan a los sedentarios en la convicción de que sólo si pueden ser vistos viven de veras. Únicamente los bodegones, y no todos, dejan al descubierto la indiferencia total y absoluta de las cosas, su cinismo y su falta de patriotismo provinciano. Los jarros pintados por Morandi no tienen nada que ver con Bolonia: son frágiles, esbeltos y llenos de aire. En los cuadros de Vermeer, los interiores pertenecen a Delft, pero las ventanas se abren hacia la nada, es decir, hacia la luz.

En cambio, la poesía encaja con los emigrantes, aquellos desdichados que, con un patrimonio ridículo, se balancean al borde del abismo, a caballo entre generaciones, a caballo entre continentes. A veces, mueven los labios. Algunos mascullan los peores reniegos, y otros, estrofas de una poesía.  


Adam Zagajewski.
Dos ciudades.
Acantilado.

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