Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

sábado, 23 de febrero de 2013

Fantasmas de piedra

Mi abuelo decía que los troncos, para hacerse buenos, tenían que mirar al crepúsculo, "hacia donde termina la calle". Sólo así resultaban mejores, menos tercos, menos agresivos, porque la conciencia del fin les quitaba su ímpetu y resistencia. También el hombre, si piensa en el crepúsculo, se vuelve mejor. Esta regla valía sólo para la madera de objetos que no tuvieran que sufrir fuertes frotamientos ni ser sometidos a esfuerzos inhumanos. Los patines de los trineos de la leña y del heno o los patines de hielo, en cambio tenían que ser duros, extraídos de hayas malvadas, curadas con el morro hacia septentrión. El morro de una planta quiere decir la parte más gruesa, el metro y medio basal. Mirando el frío norte, la madera se endurecía de manera extraordinaria, reaccionaba, criaba coraza de acero. Para completar el temple de hueso era necesaria una mano de luna menguante, en diciembre y enero. Febrero era ya demasiado tarde: los troncos sentían el calor, la fuerza del sol que se apretaba contra la montaña acercándose, y entonces renunciaban a defenderse, se entregaban. No era ya tiempo de cura. Aquel era el momento para sustraérselos al sol y meterlos en la oscuridad de los desvanes hasta el retorno de la luna de enero, para después ponerlos de nuevo con la cara hacia septentrión o hacia poniente. Hacían falta dos años al menos para curar un tronco como era debido. Dos años de paciencia y cuidados atentos, como para envejecer un vino. Y todavía mejor si eran tres. Hoy ya no se hace, aquellas usanzas han pasado; dentro de unos años serán remotas, tal vez lo sean ya. De todo aquello que era vida, trabajo, tradición y cultura, no ha quedado huella. A mi viejo pueblo, le queda ya sólo el buen olor a musgo y piedra muerta. Y basta.  


Mauro Corona.
Fantasmas de piedra.
Altaïr   

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