Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

sábado, 17 de marzo de 2018

El Fin de la Historia

Ayer visitó La Vorágine, con un lleno espectacular, el escritor chileno Luis Sepúlveda para presentar su última novela "El Fin de la Historia. Admirable jornada. Como me tocó participar en el preámbulo de su intervención, aquí dejo lo que escribí para ese momento.



Luis Sepúlveda y el comienzo de la Historia


Supe por primera vez de Luis Sepúlveda hace bastantes años gracias a su libro “Mundo del fin del mundo”, cuando, en realidad, para el joven que yo era, casi todo comienza y todo está al principio del camino. Era uno de esos libros que atrapan incluso antes de abordarlos, gracias a una portada en la que se apreciaba la inmensa osamenta de una ballena tendida al sol. Luego, cuando te adentrabas en él, tenía ese halo romántico y crepuscular que tanto me gustaba, pese a narrar las navegaciones iniciáticas de un muchacho inexperto aunque con ojos abiertos y expectantes. Un muchacho que, bien mirado, podría haber sido yo, que ya llevaba desde mi adolescencia enredado en sueños de viajes entre piratas y contrabandistas.
Mucho tiempo después, cuando tuve la fortuna de recorrer la costa que se extiende desde Punta Arenas hasta Puerto Hambre, no dejé de rememorar las páginas de aquel libro a cada momento.

Luego, porque estas cosas son así y en el mundo de los lectores irredentos funcionan perfectamente los rumores y el boca a oreja, oí hablar de “Un viejo que leía novelas de amor” en un lugar remoto de la selva ecuatoriana, en territorio de los shuar, esa gente que conocemos mal y a los que peores lenguas llaman jíbaros por un quítame allá esas cabezas reducidas.  
Y mientras escribo esta reseña me confieso atónito que fue poco después  de leer el libro cuando viajé también allí. En Gualaquiza no encontré a Antonio José Bolívar Proaño, protagonista de la novela, tampoco cabezas humanas disecadas, pero sí que descubrí que en la confluencia de dos ríos, cada uno de ellos mantiene sus propias tonalidades y su propia alma.

A partir de entonces las historias noveladas y las crónicas de Luis Sepúlveda se han sucedido entre mis lecturas. Me veo devorando “Patagonia Express” entre El Calafate y Río Gallegos. Me veo ensimismado con “La locura de Pinochet” en un autobús que me llevaba de Calama a La Serena. Me veo recordando a los personajes de “La sombra de lo que fuimos” en una visita al centro de detención y tortura situado en Londres 38 de Santiago de Chile. He disfrutado con la ternura del gato que enseñó a volar a una gaviota. He sufrido con los sinsabores de Juan Belmonte, con mal nombre de torero, que vuelve a ser protagonista de “El fin de la Historia”.

No quiero revelar en esta pequeña semblanza las interioridades de este nuevo libro de Luis Sepúlveda, porque eso sería como arrebatar a los posibles lectores la ocasión de descubrir por sí mismos algunos episodios de la historia de Chile, o más bien de los chilenos, que no suelen aparecer en los libros de Historia: el sufrimiento de las víctimas, el dolor del exilio, la extrañeza del regreso. Cosas por otra parte que tan familiares son  también para este país hermano en el que vivimos.
Baste decir que “El Fin de la Historia” es la vivida por hombres testigos de la maldad de otros hombres. Una historia de la que intuimos que, en realidad, no termina nunca porque así es la voracidad del ser humano, pero también su generosidad.

Y termino para no alargar en exceso este preámbulo.
No sé si culparlo a él, a Luis Sepúlveda, pero he de confesar, si no lo he dejado ya claro, que a partir de saber de él, como si un rastro de ballenas me hubiera alcanzado desde las páginas del fin del mundo, cada vez que me he desplazado a algún lugar siempre he viajado en pos de alguna historia con la mochila y la cabeza llena de libros. Por eso mi entendimiento se niega a pensar que hay un fin de la historia, sino que más bien, con cada uno de sus libros comienza el cuento, la descripción pormenorizada y fiel de las sombras que nosotros, sus lectores, alguna vez también fuimos.
  

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