Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

viernes, 27 de diciembre de 2024

Aguafuertes


El suelo de la habitación empezó a temblar y las paredes se movieron como si estuvieran vivas y el retrato del rey de España se cayó de su sitio y se arrinconó con media majestad incólume entre dos tablones recién reventados y el caballo andaluz soltó un relincho de desesperación y saltó la cerca y se alejó al galope camino del desierto y las gallinas volaron enloquecidas hasta las ramas últimas del limonar y su criado Francisco cruzó la cocina revolviendo sartenes y gritando que había vuelto a llegar el fin del mundo. La estatua en escayola del Apolo  de Belvedere se rompió en tres pedazos y dejó al dios con el cuerpo cortado a medio muslo y el reloj francés de madera de nogal se terminó de desquiciar como un loco que se declara incurable y dio las siete horas tres veces seguidas y los papeles del escritorio salieron volando por la ventana y entonces Cristóbal Albricias soltó un suspiro de desconfianza, miró a Amparo Siroco a los ojos y le dijo siempre te he querido. Estaban desnudos bajo la manta blanca y ella le dijo yo a ti no siempre, pero las últimas dos semanas no pensé más que en ti cuando me toqué en mis pelos. Y renovaron su abrazo, indiferentes a las sacudidas del mundo que se caía de sí mismo, y las escaleras crujieron como pergaminos podridos y la lámpara de siete anillos de bronce y cristales de Venecia se derrumbó con grandeza operística de cachalote moribundo y les cayó a dos palmos de misericordia mientras ellos no dejaban de buscar su placer. Chúpame las tetas, dijo Amparo Siroco. Y se fueron al suelo el biombo japonés, la tabaquera de cedro de Bermuda y el florero de la dinastía Ming. Y ahora déjame que te monte, dijo Amparo Siroco. Ay, Cristóbal de mi vida, qué gloria de sexo tienes. Y se abrió en el suelo de la habitación una grieta con forma de cicatriz, y la cama se escoró como en tormenta de barco y el tazón de cacao que se había mantenido sobre la mesa en un milagro de terquedad sucumbió al desorden, perdió la posición y empapó la habitación entera de un olor cálido de desayuno de domingo. Maldita mi cabeza, dijo Cristóbal Albricias, que olvidé las guacamayas. Y salió de la cama con todo el cuerpo interrumpido y cambió el paso para esquivar las páginas revueltas de las Meditaciones de Marco Aurelio y cruzó los atascos de serrín que apenas le dejaban respirar y entró como mejor pudo en el cuarto de los inventos, pisoteó los mapas de las costas de Brasil y de las islas Filipinas que aún tenían la tinta fresca y sorteó los derrames de las botijas de agua de azahar con yerbas venenosas de las Indias portuguesas y abrió la jaula. Había estado enseñando a las guacamayas a decir maldiciones en español y ahora estaban gritando a la vez todo lo que habían aprendido. Maldecían los silencios del desierto, las putadas de la soledad, la carestía de la vida en el Perú y los sermones del arzobispo de Canterbury. Cuando volvió a su habitación vio a Amparo Siroco de pie ante él, con un cepillo de marfil en la mano. Boscosa y cobriza, le miró con una sonrisa de devastación. Si me va a tragar la tierra en cueros, dijo, que sea bien peinada.

Aguafuertes.
Jesús del Campo.
Ed. Acantilado.    

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