He de decir que me gustó veros. Ha pasado tanto tiempo que ya no somos los que fuimos, pero me gustó veros, hablar unos minutos, comprobar que todavía estamos, compartir un abrazo, un beso. Adentrarnos en la niebla y recuperar de algún modo, por unos instantes, los años en los que todavía éramos jóvenes y nos traspasaban las inquietudes y la extrañeza de lo que nos depararía ese tiempo que ya está aquí.
Me gustó veros, comprobar que la memoria, ese candil travieso y fugaz que a veces nos alumbra, todavía os distingue, aunque sea entre los pliegues del ahora, tal como erais entonces. Me gustó pensaros en ese escenario común que aúna de pronto, mágicamente, pasados y presentes.
Incluso me gustó en un primer momento el documental que nos concitaba. La emoción a la que es imposible ser inmune. La emoción con la que se tejen las leyendas. Luego ya no. Luego, mientras me alejaba de mi barrio y de mi juventud, todo empezó a ser tristeza de costuras desgarradas.
No, no es culpable el propósito bienintencionado de quienes construyeron la película porque los recuerdos no son suyos. Simplemente son recuerdos prestados.
Pero la memoria tiene esas cosas. Puede ser moneda de prestamista y también puede ser efímera, tenue, transitoria. O maleable y sumisa. A veces, muchas veces, se esconde detrás del miedo o del desdén. Puede incluso ser, en ocasiones, mezquina e inescrutable. La memoria tiene esas cosas, se traiciona a sí misma, aunque pueda, en algún trance, escribirse con renglones torcidos, descubrirse, filtrar lo hermoso con el cedazo de lo evidente.
Así que solamente puedo deciros que os vi en carne y hueso de mis recuerdos. Entrando o saliendo del salón y del tiempo donde se proyectaba el documental, pero en el documental no estábamos. En el medio del mismo había una gran sima en la que se hundían generaciones y en la que tenazmente habitaba el olvido.
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