Asistí ayer tarde a una obra en el Teatro del Barrio, en Lavapiés. El trabajo, representado por un solo actor, el palestino Nabil Al Raee, era una muestra de lo que se ha dado en llamar teatro documental y ponía al público ante las contradicciones y los tópicos con los que se enfrentan los europeos a la hora de abordar y entender el despiadado ataque del colonialismo y el sionismo sobre Palestina.
De manera muy inteligente, el actor hizo participar activamente a los espectadores transformando toda la sala en un escenario, y los espectadores correspondieron a la confianza de forma claramente emotiva.
Prácticamente, al principio de la representación se produjo una situación que me hizo meditar. El actor hizo implicarse a algunos asistentes (esto ocurrió durante todo el tiempo que estuvimos allí) en lo que se estaba tratando. Para ello, inicialmente, hizo que algunos espectadores lo cachearan, tal como se hace con los detenidos. Se puso de frente a una chica, colocó los brazos en cruz y esperó. Sin embargo, la joven dudó porque no entendía lo que se esperaba exactamente de ella y, ante un murmullo generalizado, porque nos sorprende lo posible, en lugar de registrar al palestino, hizo lo que haría cualquier persona de bien si viviéramos en un mundo menos dislocado que este. Pegó su mejilla al pecho de Nabil y lo rodeó con sus manos en un hermosísimo abrazo de magnitudes estratosféricas. Luego salimos a la noche.





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