El bar, ni fu ni fa, del montón, de los que tanto abundan. Ni era el Florian, ni estábamos en Venecia.
Me pido un cortado y la camarera me lo sirve en una tacita blanca de las de toda la vida. Ni ribetes dorados tenía.
Me lo tomo despacio entre el bullicio parroquiano y, cuando llega la hora de abonar la consumición, le pregunto a la señora que me ha servido por el costo de la operación. Me contesta que son dos cincuenta euritos de vellón. Me creo que no he oído bien y por dos veces le pregunto. Y por dos veces me contesta sin mudar el gesto. Dos cincuenta.
Pago, claro. Y me voy -para no volver jamás- con la duda de si en la transacción me corresponde la taza y el plato o parte de la barra o la medalla al descaro improcedente de la señora camarera del lugar.

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