Pero ¿cómo voy a ignorar que sobre los hombros de millones de hombres y mujeres esclavos se sostiene el imperio romano? Por esta razón, recordar tal coyuntura a quienes la imponen y la legalizan nunca dejará de ser pertinente.
-Insisto en que deberías ubicarte mejor en nuestros días y tener en cuenta los aspectos positivos de mi administración. Pensar en que he gobernado con la idea de un Estado basado en la equidad. Una monarquía que ha permitido, y eso no es cualquier cosa, la libertad de expresión de los ciudadanos. Tú sabes, por ejemplo, que jamás he levantado la mano contra mis opositores. Nadie podría afirmar que fui como Nerón o Domiciano o Adriano, que persiguieron y condenaron a muerte a los senadores que los criticaron. Jamás he expulsado de Roma a nadie, sea de cualquier orientación filosófica, que se haya burlado de mí o me haya endilgado algún denuesto. Es más, admiro a Trásea y a Helvidio Prisco y a todos aquellos que se opusieron a la tiranía y recibieron como precio la muerte. La mía, debo señalártelo, ha sido una justicia que ha repartido los bienes a cada uno según su mérito. Sé que no he construido la República ideal de Platón, pero sí una ciudadela terrenal donde cada quien puede dar los mejor de sí. Un entorno social donde los más ricos no sean más importantes que los virtuosos. ¿No te parece suficiente?
-Tal vez el porvenir sea generoso contigo por todo lo justo que has sido. Sin duda, la libertad y la igualdad de las que hablas son loables. Pero como no es general no es ejemplar. Unos cuantos gozan de las bondades de tu Estado. Y lo afirmo sabiendo que soy uno de esos beneficiarios. Porque es evidente que la libertad de expresión de la que hablas la vivo cada día, la respiro, la uso a cabalidad. Y ella, o al menos eso espero, me justifica también ante los hombres.
-Por fin reconoces algo, Livio.
-En estas estimaciones, Marco, sigo a nuestro admirado Séneca, que decía solo obrar siguiendo su conciencia. Y la mía, sobre todas las cosas, ansía la libertad. Esta diminuta conciencia que me habita existe no solo para atormentarme, sino para recordarme que lo hecho pro nosotros para favorecer el bien no basta. El ciclo de una vida humana no es suficiente para demostrar plenamente que, como colectividad, avanzamos en el plano ético.
-Sigues siendo tajante en tu apreciación. Cuando se es César, se sabe que hay medidas que necesitarían siglos para que se apliquen como quisiéramos. La guerra y la esclavitud son calamidades, sin duda, pero prohibirlas significaría precipitarnos a una crisis económica desmesurada.
-¿Y la crisis ética en que vivimos no te parece una crisis aún más enorme? A pesar de tu temor a estas consecuencias catastróficas, te confieso que sueño con despertar un día y enterarme de que has ordenado la prohibición de los combates de los gladiadores. Que, al otro, la esclavitud ha sido erradicada. Y al siguiente, que la guerra, por fin ha dejado de ser el árbitro que nos hemos inventado para aumentar las riquezas de unos cuantos y hacer lo mismo con la miseria de unos muchos.
Pablo Montoya.
Marco Aurelio y los límites del imperio.
Random House.

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