Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

martes, 4 de agosto de 2020

Ni siquiera los muertos


Mientras habla, mientras su voz cae con las primeras sombras de la noche, Juan ha dejado de mirar a los prisioneros. Prefiere examinar, uno a uno, el rostro de los indios que escuchan a Diego de Daga. Indios que aprueban, indios que se embelesan, indios que ríen. Indios que cierran serenamente los ojos, como transportados o mecidos por sus palabras. Incluso indios que cantan, cubriendo con sus canciones los lamentos y los gritos. Entre todos esos indios pacíficos, satisfechos, comprensivos, sólo unos ojos dolorosamente abiertos. Sólo una expresión de horror. Es una india de piel atezada; una india que tal vez le recuerda vaga y dolorosamente a alguien. Tiene la boca entreabierta. como petrificada en un rictus de pavor: un gesto en el que no hay sorpresa sino sólo la constatación de algo que ya se sabe y no por ello es menos intolerable. Ella tampoco mira a los prisioneros. No mira a los indios. No mira al cielo. Sólo mira hacia atrás. Lo mira a él. Dentro de él. Quién sabe si a través de él. Mira de un modo terrible, como se miran las cosas terribles que han sucedido y las cosas más terribles aún que están por suceder; unos ojos de los que se ha evaporado toda voluntad y toda belleza, que han visto el horror y están llenos de él y son por tanto insoportables de mirar, o que tal vez han visto el horror y por eso mismo están vacíos y ese vacío es aún más insoportable. Ojos que ya no reflejan nada, que son lo que queda de la compasión cuando se le borra la fe; la libertad cuando se le resta la justicia; la voluntad cuando carece de manos y voz. La esperanza menos la esperanza.

Juan Gómez Bárcena.
Ni siquiera los muertos.
Editorial Sexto Piso.  

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