Saber griego me ha ayudado a encontrar sentido a muchos de los nombres científicos de animales y plantas, y así la lechetrezna Euphorbia paralias no puede estar en otro lugar más que en la playa, las geraniáceas de los géneros Geranium, Erodium y Pelargonium contienen en sus nombres genéricos grullas, garzas y cigüeñas, porque sus frutos recuerdan a las cabezas y largos picos de tan elegantes aves, mientras que la celidonia Chelidonium majus es también la hierba de las golondrinas, puede que porque florece cuando estos pajarillos llegan. Entiendo también que hay nombres que son redundantes, Ammophila arenaria, Lathraea clandestina, Corvus corax, que dicen lo mismo en griego que en latín, y me cuesta menos aprender los nombres griegos o los científicos, dependiendo de cuál aprenda antes, si el picogordo, Coccothraustes coccothraustes, se llama cocozrafstis, el quebrantahuesos, Gypaetus barbatus, se llama yipaetós o la lechuza, Tyto alba, es la titó.
También hay pequeños inconvenientes, por supuesto, en este nuevo conocimiento, puesto que ahora sé de qué me hablan si la médica dice blefaritis o esplenomegalia, y la hipocondría siempre está ahí, acechando, y cuanto más sabe una, más cosas puede imaginarse.
Hoy, claro, sigo aprendiendo griego. Me queda mucho por andar y no acabaré nunca, aunque haya alcanzado ese punto en que, por ejemplo, sigo sabiéndome algunos números de teléfono solo en griego, y tengo que pensar para poder decirlos en castellano. Aunque hay una anécdota tonta que considero la definitiva y la esgrimo como si fuera un certificado de autenticidad de mi interiorización de la lengua. Yo soy aquella que, en medio de fiebres altísimas y atendida por mis padres, deliraba en griego, para la tremenda frustración de las personas que, al fin y al cabo me enseñaron a hablar. (Y aún así, mis padres supieron darme agua, cuando yo gemía neró).
Beatriz Cárcamo Aboitiz.
En las ruinas crecen plantas y otras cartas desde la naturaleza griega.
Edita: Vía Postal.
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