Un individuo triste sobre un taburete conversaba con el barman, que sacaba brillo a una copa y escuchaba con esa sonrisa de plástico que luce la gente cuando está tratando de no gritar. El cliente era de mediana edad, elegantemente vestido y estaba borracho. Quería hablar y no podía dejarlo aunque quizá, en realidad, ni siquiera tuviese ganas de hablar. Parecía cortés y amable y cuando yo le oía no daba la impresión de arrastrar demasiado las palabras, pero no cabía duda de que se levantaba por la mañana con la botella y que sólo la dejaba cuando se dormía por la noche. Seguiría así durante el resto de su existencia y ésa era la única vida que tenía. Nadie sabría nunca cómo había llegado a aquella situación dado que incluso aunque lo contara él no sería verdad. En el mejor de los casos un recuerdo distorsionado de la verdad tal como él la conocía. Hay un hombre triste como ése en todos los bares tranquilos de la tierra.
Raymond Chandler.
El largo adiós.
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