Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

domingo, 20 de enero de 2013

Capirucho



                                                                                                                                                Para J.R.

El hombre sin zapatillas conoció a Scott en El Salvador. El Salvador es un país pobre pero hermoso. Allí hubo una vez una guerra que fueron demasiadas guerras a la vez. Y duró muchos años.
Cuando el hombre sin zapatillas conoció a Scott las batallas se habían acabado, y en todos los pueblos del país quedaba solamente lo que siempre queda cuando acaban las batallas. Por eso también era un país muy pobre.
Scott había nacido en Norteamérica, que es un país muy rico lleno de pobres. Por eso a Scott, cuando no le llamaban Scott, todos le llamaban “el gringo”, que es una forma muy arraigada de distinguir a los que llegan desde su tierra. De todos modos, Scott, puestos a elegir, prefería  que le llamaran por su nombre.

Scott tenía un perro,  o más bien, tenía el privilegio y el placer de que un perro lo acompañara en todas sus andanzas. Que Scott iba al colmado, el perro se llegaba hasta la puerta; que iba a la pupusería de Doña Mari porque, de pronto, le apetecían algunas de sus sabrosas pupusas rellenas de queso o de frijoles, allí estaba el perrillo con su aire inocente mirando fijo hacia el interior del establecimiento. Cuando el hombre salía, el perro movía nerviosamente la cola, como si alejara con ello algún que otro presagio de abandono instalado en sus inocentes neuronas de perro fiel y silencioso. 
Con tanta persecución y tanta compañía, Scott un día se dijo que el perro debía tener un nombre, que es una forma como otra cualquiera de entrar en la familia y de coger confianza. Y entonces le puso Capirucho.
No le debió molestar a Capirucho su nombre recién estrenado, porque desde entonces, Capirucho por aquí, Capirucho por allá, el perro atendía a las llamadas del hombre, y hasta los vecinos de la aldea reconocían al pobre perrito ex-vagabundo por aquel apelativo tan acertado.
Capirucho no tenía un pasado reconocible. Había aparecido en la calle y Scott le había dado de comer distraídamente. Luego el perro, acabada la pitanza, lo había seguido hasta acomodarse a la sombra en el porche de la pequeña casa que ocupaba desde hacía unos meses. Desde entonces, varios años atrás, el perro tenaz y el norteamericano se convirtieron en dos sombras inseparables sobre las paredes encaladas del villorrio.
Capirucho era un perro pequeño, tenía manchas negras sobre el pelo blanco, o tal vez, manchas blancas sobre el pelo negro. La vida no lo había tratado muy bien, pues lucía demasiadas cicatrices en la piel para que alguien pudiera extraer de su aspecto general que por aquel montón de huesos y pellejo habían pasado mejores tiempos.
Para Scott, una vez recuperado de su extrañeza inicial ante aquella fidelidad tan extrema, la compañía de Capirucho se hizo irremplazable. Cada uno cumplía con su deber en un tácito pacto de amistad. Scott procuraba sustento al perro y el perro ahuyentaba la extranjera y nostálgica, a veces, soledad de Scott.

Hay que decir que, de modo habitual, en El Salvador, como en todos los lugares en los que planea con sus alas grises la necesidad, los perros se alimentan solos, buscan despojos por aquí y por allá con una ciencia no escrita que otorga el hambre. Por eso, para el vecindario no dejaba de ser extremadamente curioso, cuando no abiertamente objeto de escándalo, que Scott se acercara de vez en cuando al matadero para comprar algunos huesos o algunos trozos de carne, que acababan inevitablemente, después de una rápida y metódica deglución, en la panza de Capirucho. ¿Cuándo se había visto eso en aquel pueblo? ¡Carne para un perro! Cuando el más común de los mortales solamente veía la carne algún domingo o para la fiesta del Patrón. Aquello era cosa de extranjeros, caprichos de gringo rico. Mientras tanto, Scott y Capirucho, inmersos en su recién estrenada amistad, deambulaban ajenos a las habladurías. 

Pero una tarde aciaga a Capirucho lo atropelló el auto del cura cuando pasaba por la carretera principal. Scott, en su desolación, apenas alcanzaba a darse cuenta de que aquel animal tan maltrecho, aquella sangrante bola de pelo, era su amigo Capirucho.
Capirucho murió en sus brazos mientras, como sonámbulo, Scott lo trasladaba hasta la casa. Ni siquiera vio aquellos ojos fijos en él, que lo miraban,  como intentando conservar su imagen para tiempos peores en algún hipotético paraíso para perros.
Durante muchos días después, tras enterrar a Capirucho, Scott no salió de casa, huérfano de su presencia. Le costaba pensar en caminar por las calles sin el acostumbrado roce en sus piernas del lomo de Capirucho. Scott estaba triste. Y la tristeza se adueñó, durante algún tiempo, también de los rincones del vecindario. Cuando alguien preguntaba por el infeliz norteamericano, los habitantes de la población, atribulados y solidarios ante la muerte, pese a sus anteriores reticencias, solían responder:
No se le puede molestar. Scott está de luto.

2 comentarios:

  1. Aunque no sea para mi, gracias.
    raquel

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  2. Desde el momento en el que Capirucho se asoma al borde de esta nube, también es para tí.
    Besos.

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