Toda la semana había ido
creciendo la sensación de retirada. Algún que otro tiroteo, sangriento a veces,
pero en su mayor parte horas de espera, disparos al azar y el rezo del rosario.
Típico, ir a encontrarse en el lado menos atractivo de un alzamiento. Pues una
a una los británicos fueron aislando las avanzadas rebeldes. Las rodearon, y
más o menos se despreocuparon de ellas para concentrar su ira en la Oficina
Central de Correos, donde la bandera ondeaba sobre Connolly y Pearse, quizá el
genio y de seguro el alma de la lucha.
La orden de rendición llegó el
domingo por la mañana. El sentimiento de humillación cundió entre parte de los
hombres que toda la semana habían mantenido la ilusión de que las cosas iban
bien. MacMurrough encontró a Jim en la capilla improvisada en la sala de
disección del colegio, donde los rebeldes muertos yacían sobre las mesas de
autopsia. Miraba, ya sin parpadear, como últimamente hacía. Un polvillo de
escombros le cubría las mejillas y le daba un aspecto pétreo, al que una
lágrima parecía agrietar.
-Vamos, querido –dijo MacMurrough-.
Ahora debemos dejarlo.
-¿Qué va a pasar?
-Lo tratarán con respeto,
estoy seguro. Son soldados.
-Quiero decir con nosotros.
-Bueno, nos harán prisioneros.
-Ya.
Se le había caído el rosario,
y MacMurrough se agachó para recogerlo.
-Te lo puedes quedar –dijo el
chico-, ya no lo voy a necesitar nunca
más.
Los británicos los llevaron
por las calles. Todo el ávido Dublín se agolpó en el camino. En medio de aquella
turba que los insultaba y escupía, un hombre se quitó solemnemente el sombrero.
Aquel pequeño, hermoso y callado gesto hizo que MacMurrough recordara a Wilde,
cuando también éste fue exhibido ante la muchedumbre. Y MacMurrough se preguntó
si de verdad podría haber algo más tras todo esto, que al caer tan bajo uno se
alce de nuevo para salir victorioso.
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