Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

jueves, 26 de enero de 2023

Balonmano


Entre los trece y los diecisiete años jugué a balonmano en las categorías de infantiles y juveniles. Desde entonces me sigue fascinando ese deporte y asisto como espectador siempre que puedo, que no es mucho.
Con quince años me rompí el brazo defendiendo un contraataque en el campo del Salesianos. En otra ocasión, la única, me expulsaron del partido por insultar al árbitro que previamente me había insultado a mí. Me metieron dos partidos de sanción. Al árbitro no.
Jugué la mayor parte del tiempo en el mismo equipo, aunque en los juegos escolares participé con el equipo de mi instituto y más tarde, en la universidad, cuando ya había abandonado la práctica habitual del balonmano, volví a retomarlo durante unos cuantos partidos. Habían cambiado algunas reglas y ya no estaban permitidas cosas que antes eran normales. Total, que en la primera jugada de mi nueva época balonmanística me mandaron a descansar durante dos minutos. Después aprendí.
Para entonces ya había aprendido otras particularidades. Sobre todo a perder. También que cualquier deporte es un juego y que la diferencia entre la victoria y la derrota (otros dirían la gloria y el fracaso, pero yo no) estriba muchas veces en un centímetro, en un segundo o en una casualidad. Por eso todo es relativo y sumamente aleatorio. Quienes hablan de vida o muerte son los que acuden al deporte con un talonario de cheques en la mano o los que lo sienten como la supremacía de la patria, aunque las patrias no sean otra cosa que espejismos.
Mientras tanto, me alegro cuando ganan mis equipos favoritos, pero también soy capaz de disfrutar de un encuentro como una demostración más de las bellas artes. Sin más. Pero tampoco menos.  


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