Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

miércoles, 16 de octubre de 2024

La melancolía


Era 1994 y era también la primera vez que cruzaba el Atlántico. En la isla de Cuba atravesaban lo que llamaron el "periodo especial", que de especial lo único que tenía era la falta de casi todo, una vez que el muro había caído y con él la Unión Soviética, principal aliado económico del país, y todos los demás estados satélites, como en un juego terrible de fichas de dominó.
Nosotros entonces, animados por el comité de solidaridad en el que entonces militábamos y por una fe poco menos que inquebrantable y romántica, llevábamos a un hospital de La Habana reactivos de laboratorio para paliar, como quien aporta un grano de arroz a una olla comunitaria, aquel descenso a los infiernos.
Una vez cumplida la encomienda nos aplicamos durante unos días en recorrer aquella geografía con forma de caimán. Nuestro propósito era llegar a Santiago (igual que Federico) y luego volver a la capital, pero las cosas sucedieron de otra manera (como suele ser habitual por aquellos lares). Solamente llegamos hasta Camagüey, pero aquellos días nos enseñaron más de la isla que cualquier atardecer tomando en el Malecón.
La fotografía está hecha en un pueblo a las afueras de La Habana (de cuyo nombre no me acuerdo), donde tuvimos que detenernos por la primera avería, de las muchas (benditas averías, que nos permitieron conocer y hablar con la gente real), que nos dio el coche de alquiler. Probablemente se trate de un austero y humilde local del Poder Popular al que entramos para curiosear y para preguntar por algún taller.
Ya cuando salíamos miré hacia atrás y vi a la muchacha observando tras la ventana algo que yo no podría ver jamás. El infinito quizá. La melancolía tal vez.  

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