Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

lunes, 13 de julio de 2020

Iniciación


A la edad de 17 años me agencié, con algunos ahorros y algo de dinero que me dieron mis padres, mis primeras botas de montaña. Eran de marca "Cabrit", aunque entonces todos queríamos que fueran de marca "Kamet", que eran las que envidiábamos y las que, al parecer, te hacían montañero más ilustre. También eran más caras, claro. 
Entonces las botas no se significaban por ser ligeras como ahora, pero por lo mismo te podían durar, a poco que las cuidaras, toda una vida. Así que, grasa de caballo va y grasa de caballo viene, nosotros las tratábamos con mimo y con esmero. A cambio, en nuestras caminatas por el monte, llevábamos los pies acorazados. Aún hoy las conservo convertidas, eso sí, en auténticos fósiles con los que rememoro cuando las contemplo hazañas de juventud. 
Antes de eso, mis primeras excursiones al monte de chaval, eran con "Chirucas", las clásicas botas de lona marrón que igual servían para subir cumbres que para ir a la escuela en los inviernos crudos. Y tan contentos. Por cierto que fue mucho más tarde cuando advertimos que Chirucas  no era el apelativo específico de ese tipo de botas. En eso no se diferenciaban de La Casera, que era el nombre popular que sustituía, y que todavía sustituye para mucha gente, a la gaseosa. 
Subíamos con lo que teníamos: Al principio con la mochila desmadejada de lona gris sin protectores para los hombros y que tiraba de los riñones como un demonio, luego con la canadiense de barras que te estorbaban peligrosamente si tenías que trepar en zonas estrechas de roca o bajar por una canal o una chimenea. Supimos lo que era un forro polar cuando algún amigo con trabajo se compró el primero. Algo nada sofisticado, simplemente con otro tacto diferente al jersey de punto que te había hecho tu madre. Hubo también un tiempo en el que suspirábamos por unos pantalones bávaros, como los que veíamos lucir a Gastón Rébuffat en sus libros de escalada por los Alpes. Alguno llegó a tenerlos. Los demás metíamos los bajos de los pantalones de pana por los adentros de las medias de lana gruesa. Y así tirábamos monte arriba. Sin miedo al ridículo ni nada. Y cuando llovía o nevaba nos enfundábamos en el anorak con el interior de guata que habíamos heredado y nos hacíamos unas polainas con bolsas de plástico y cuerdas.
Nada de colores chillones, útiles para localización en montaña, ni prendas de lycra que se ajustan al cuerpo, ni thinsulates ni goretexes. Ni muchas otras cosas de las que no sé decir ni el nombre, y que ahora veo en las mochilas y en los aditamentos de los que se adentran por las peñas corriendo como gamos en camiseta y pantaloncillo.
Todo cambia, todo cambia, como dice la canción. Al menos nosotros, que somos más viejos y, en muchos casos, tenemos ánimos menguados. 
Pero la niebla sigue cercando muchos días la subida de Liordes y en la vega entran y salen las nubes como siempre por los Tornos y la Canal de Asotín.
Y las montañas siguen plantadas en el mismo sitio. Imperturbables.     

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