Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

viernes, 16 de febrero de 2024

Carcoma


En el pueblo empezaron a hablar porque un accidente es cosa de casualidad pero no dos y menos tres. Tres accidentes en unos pocos días es cosa de ojeriza, por mucho que la señora le quitase importancia y dijese que había sido cosa de poco. Pues no parecía poco oyéndola gritar como una gorrina, decía la Carmen en la cola del pan, y todas las mujeres se reían por lo bajo. Algunos empezaron  a venir a la casa cuando se hacía de noche para ver si podían usar ellos también un poco de esa ojeriza pa lo que tenían pendiente, que era mucho desde siempre pero más desde la guerra. Venían de noche, salían del pueblo por donde los pajares y llegaban a la casa por medio del monte para que no los viese nadie. Algunos querían cobrarse una bofetada o una paliza que llevaban guardada dentro desde que la guerra había dejado paso al desolladero, otros el chivatazo de un vecino o la huida de un pariente que había acabado en una cacería y la cacería en una matanza. Yo les maldecía a los parientes, a los guardias civiles, a los curas, a los chivatos, a quien fuese, con todo el odio que había en mis entrañas y en las de la casa porque sabía que el día que los pobres empezásemos a cobrar deudas muchos no iban a tener cochiquera en la que esconderse.
Después algunos empezaron a venir también a preguntar por los remedios y yo les daba las dos o tres hierbas que sabía y les decía una verdad y una mentira pa aliviarles. La verdad era dónde estaba el padre, el marido, la hija o la hermana que les habían desaparecido. La tapia del cementerio, el camino que va a Villalba, el barranco de la fuente, el cerro de la ermita. Todo el pueblo repleto de cuerpos. La mentira era que ese padre, ese marido, ese hijo o ese hermano estaban en el cielo, que los santos me habían dicho que los tenían allí y que les mandaban recuerdos. Luego les dejaba sentarse a rezar allí con la santa y encenderles una vela a los familiares porque no podían ir a recoger los cuerpos pa enterrarlos ni pedirle una misa al cura. Así que se sentaban en la cocina y les prendía la lumbre pa que no tuviesen frío y algo mejor estaban con la mentir aunque a mí la sombra que traían a cuestas se me quedaba desde entonces en la casa con la boca llena de tierra, la cabeza agujereada y los dientes arrancados a culatazos. Algunas desaparecían al cabo de un tiempo y a lo mejor era verdad que los ángeles venían a llevárselas al cielo, porque los muchachos que mueren en los barrancos con las entrañas rotas no pueden ir al infierno. Pero otras se escondían en las ollas y bajo las camas, vete a saber si por miedo o por rencor, y ya no se iban.

Layla Martínez.
Carcoma.
Amor de Madre -Editorial joven, feminista & LGBT+-   

No hay comentarios:

Publicar un comentario