Siguió mirando las negras profundidades en busca de movimiento, color o lo que fuera, pero no tenía fuerza suficiente en los ojos o no miraba donde debía, porque, tras un indicio de movimiento cerca de la pared de piedra, cuando volvió la cabeza para verlo, se encontró con la tigresa casi encima de ella.
Sus movimientos eran líquidos, como la miel al gotear de una cuchara. Emergió de las sombras de la jaula como si tuviera bajo su mando una gran porción de la selva, como si pisara el sucio barro del suelo de Florencia con las zarpas. No era un gatito. Parecía que fuera a estallar, vibraba, borboteaba como si ardiera por dentro, la cara lívida, asombrosamente simétrica. Era lo más hermoso que había visto en su vida. La espalda y los lomos brillantes como la boca de un horno, el vientre claro. Vio que las rayas del pelaje no eran tales, no: esa palabra no servía para describirlas. Eran puro encaje oscuro que adornaba, que ocultaba; la definían, la salvaban.
La tigresa se acercó un poco más, y otro poco más, hasta ponerse debajo del triángulo de luz. Miraba a Lucrezia a los ojos, fijamente. Por un momento, la niña tuvo la sensación de que iba a pasar de largo, como la leona. Pero se detuvo justo enfrente de ella. No estaba pensando en otra cosa, como la leona. La había visto, estaba allí con Lucrezia; tenían muchas cosas que decirse la una a la otra. Lucrezia lo sabía... y la tigresa también.
La niña se acercó, se puso de rodillas. Ahí tenía el flanco de la tigresa, a su lado: incisiones y elipsis de negro y ámbar que se repetían. Veía entrar y salir el aire de su cuerpo; veía la parte en la que el torso descendía y se perdía en el blando vientre, las suaves zarpas, el temblor de las patas. Vio que levantaba el lustroso hocico, que olisqueaba el aire y filtraba cuanto pudiera contarle. Lucrezia sintió la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar, el horror de las semanas y más semanas en el mar. Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa?
Maggie O'Farrell.
El retrato de casada.
Libros del Asteroide.
Traducción de Concha Cardeñoso.
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