Era 2008, a las afueras de Deir ez Zor, en Siria. Al año siguiente volvería al país aunque no a aquella ciudad. Aún no se había iniciado la debacle guerrera que llegaría dos o tres años después, y el puente sobre el río Éufrates, que visitaríamos a la búsqueda del bulbul naranjero (un ave del que hasta entonces jamás había oído hablar), aún estaba intacto.
A este lugar, por el que transitaban ovejas y pastores, y en el que un grupo de niños alborozados por la novedad y por el deseo de poder observar su mundo, como si fuera nuevo, a través de nuestros prismáticos nos llevó un taxista de religión cristiana, del que muchos años después aún me acuerdo. Todavía me pregunto qué destino pudo tener cuando la ciudad fue asolada por la ocupación de los integristas musulmanes. También recuerdo a aquellas chicas, muy jóvenes, hijas de un militar sirio, que nos abordaron la noche anterior en la terraza del hotel, mientras acabábamos la cena, con la intención de practicar un idioma inglés que nosotros farfullábamos de forma bastante ramplona para desgracia suya y nuestra.
No sé si algún día regresaré a Siria, pero aún conservo entre mis añoranzas la evocación de aquellas dos visitas mágicas.
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