Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

sábado, 11 de julio de 2015

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Acodado en la barra del bar, con la familiaridad de un veterano o la constancia de un busto de Hemingway, observo la ausencia en un gesto mil veces repetido, primitivo. Como diría un Heráclito atacado por una sed de siglos de democracia helénica, uno nunca llega a beberse, por mucho que lo intente, la misma cerveza en el mismo garito. Y así es: aquí faltan parroquianos y sobran años de distancia.
Sin embargo, el escenario parece el mismo. Las mismas mesas, las mismas sillas, los mismos libros soportando las paredes; en ellas los mismos cuadros: los paisanos de Saint Kilda, la vieja orquesta cubana, las tímidas desnudeces de mujeres de 1920, el cartel del Sub, el dibujo de aquella fiesta solidaria, la plaza llena de tanques en fila china, el retrato del Che…
El retrato del Che.
En una ocasión en que estábamos solos, el camarero me preguntó: “¿Si este bar desapareciera algún día con qué te gustaría quedarte?”
Y yo le contesté, con demasiada seguridad, mirando el inusual retrato de un Guevara de ojos sonrientes, tan lejos del conocido guerrero icónico.
El retrato, hoy, sigue ahí, prisionero de la pared y de la indiferencia. Y yo debo aceptar que me equivoqué.
“¿Si este bar desapareciera algún día con qué te gustaría quedarte?”
Ya ven: Con las noches de humo y las largas conversaciones, tiernas y repletas de ironía. Con los grandes proyectos irrealizables. Con tres o cuatro versos. Con los besos y los abrazos y la música que rodeaba el mundo y regresaba a ese pequeño y oscuro lugar donde vivíamos, tan borrachos de tiempo que olvidábamos por momentos que, en algún lugar fuera de allí, teníamos casa.   

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