Estoy recién regresado de Madrid. Esta mañana, mi última
mañana en la capital del reino, no tenía mucho que hacer y aproveché para vagar
por las calles del centro.
Salí del Metro en la Puerta del Sol con intención de
acercarme a las calles aledañas a la Plaza Mayor. En cuanto subí las escaleras
hacia la superficie me arrepentí de la decisión.
Sorteé turistas, driblé señoras con ramitos de romero que
te mercadean la suerte a tanto la esperanza, esquivé jóvenes vendedores de oenegés,
todos entrenados y aleccionados de la misma manera y probablemente en el mismo
lugar. Simpáticos, sonrientes, con el mismo abanico de bromas para cada
situación, con el discurso aprendido intercambiable; lo mismo te pueden comerciar
con el hambre en el mundo que con la extinción de la foca monje, con el
calentamiento global o con los últimos habitantes del Amazonas más intrincado.
Sinceramente esto ha llegado a un punto en el que, al menos para mí, apenas hay
diferencias entre las mujerucas de las ramas de romero y los campechanos
jovenzuelos que intentan ganarse malamente un dinerillo con las penas y los
problemas de conciencia de los ajenos. Pero la culpa no es de estos chavales
sino de quienes los contratan y de esas mega-organizaciones que saltan como
avispas cada vez que olfatean una catástrofe en el mundo.
Total, que camino a la sombra del edificio que alberga a
la presidencia de la Comunidad de Madrid, mirando al frente con esmero para ver
qué asaltante me aguarda a continuación y en esto que reparo en varios carteles
de piedra que adornan la fachada. Uno de ellos en recuerdo de las víctimas del
atentado del 11 de marzo y en homenaje de aquellos que socorrieron. Bien. Otro
con dedicatoria a los muertos por la pandemia de la Covid-19. Bien también. Y
por último a aquellos españoles que se enfrentaron a las tropas napoleónicas en
mayo de 1808. Esto mal, porque a mi entender mejor nos habría ido si se nos hubiera pegado algo del “chic de lo francés”, que diría el amigo Krahe. Y entonces me
doy cuenta de que no ha mucho (en tiempos del dictador) aquel edificio había
sido la Dirección General de Seguridad. O sea el tétrico lugar en el que muchos
españoles de bien habían sufrido cárcel, torturas y miedo por sus ideas
políticas o por su condición.
Así que hice un recorrido perimetral por el exterior del
edificio, caminando por sus cuatro calles, y aparte de guardias civiles en sus
puertas, nada, oigan. Ni un cartelito de papel recordando a los rojillos y
homosexuales que pasaron por ahí contra su voluntad. Pero bueno, siempre cabe
la posibilidad de que el justo recordatorio se encuentre dentro, ¿no?
Aunque lo más seguro es que alguien diga que con ello estoy
reivindicando historietas trasnochadas de la guerra del abuelo. En este país nos
comportamos así, mientras suspiramos patrióticamente por los cuentos del
tatarabuelo que tocaba la trompeta allá por 1808.
Y con esos presentimientos me marché en dirección de la
Plaza Mayor (sí, la del cup of café con leche, o algo así, que hay que tener mucho brío para tamaña gilipollez). Pero no tuve
redaños. Apenas puse el pie atolondradamente lo retiré como alma que lleva el
diablo ante las hordas y hordas de turisteo que han hecho caso a aquella
alcaldesa llamada por mal nombre Ann Bottle.
Así que me fui camino de las afueras, que uno siempre
tuvo cierta tendencia al extrarradio, mientras añoraba mi pequeño rincón en el
norte. Y mientras añoraba y añoraba alguien sorpresivamente me paró con la
pretensión de hacerme una encuesta sobre el consumo de pechuga de pollo en el
país (verídico).
Oigan, que a partir de ese momento, ya ven, continué incrédulo mi
retirada sin hacer ni puñetero caso al presunto preguntador, mientras movía la
cabeza como un viejo y desalentado elefante camino del descanso eterno. Como lo oyen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario