Años ha me dio por el óleo y pinté algunos cuadros con ese ritmillo moroso y relajado que me caracteriza. Nada del otro mundo, visto desde ahora y ya reconocido entonces. Lo cierto es que lo fui abandonando ante ciertas presiones externas que creían ver en mi un artistazo, si no de revista, al menos de catálogo. Uno era joven pero tenía ojos en la cara, y además siempre ha sido poco dado a escuchar cantos de sirena.
El caso es que hace unos días han aparecido por casa estos restos del naufragio. Otra parte debe andar expuesta por los pasillos de la familia. Los que veis llegaron en pésimas condiciones (otros fueron directamente a la basura con más agujeros que un campo de golf), razón por la que me puse a separarlos de sus apolillados bastidores, grapa a grapa. Todavía no sé muy bien qué me impulsa en este intento de conservarlos, pero mientras lo hacía pensaba en la moraleja de la carcoma, en cómo esos humildes insectos trabajadores arruinan, a poco tiempo que se les dé, cualquier atisbo de transcendencia que nos hayamos permitido.
Menos mal que su poder para destruir no incluye el placer de los ratos en que fueron fabricados.
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