Uno a lo largo del tiempo tiene muchas oportunidades para hacer cosas raras, y cuantos más años tienes las oportunidades se amplían. Digo esto como justificación de mi amor por los libros y de los lugares en los que habitan.
La cosa viene de antaño. No recuerdo ya el primer desván en el que me aventuré siendo un crío, entre arcones, baúles y trastos viejos, combatiendo contra la obra de las arañas y cruzándome en la oscuridad con gatos y roedores. Me convertí en un hábil investigador de cajones intrincados y fueron cayendo en mis manos paulatinamente tebeos del Guerrero del Antifaz, el Capitán Trueno, Hazañas Bélicas... y viejos libros que ya mis tíos y mis abuelos se habían olvidado de leer. Poco a poco fui extendiendo mis actividades a cuanto desván ("paio" o "payo", se dice en mi pueblo) se ponía a mi alcance. Y a día de hoy, quizá como consecuencia, sigo teniendo una cierta inclinación a internarme en todo caserón o pueblo abandonado que me encuentro. Siempre hay una oportunidad, remota la más de las veces, de hallar algún libraco de interés entre las ruinas.
Pero no contento con lo anterior, y sin duda relacionado, he descubierto un motivo para adentrarme en las librerías cuando viajo; sobre todo en aquellos países que no tienen la suerte de hablar en mi mismo idioma.
En un viaje a Siria hace cuatro o cinco años comprobé cómo desde un escaparate me observaba de través el viejo Long John Silver en una rústica edición en árabe de La Isla del Tesoro. Y juro que no me pude resistir.
Desde entonces mis inútiles islas del tesoro, dado que no las puedo leer, van haciéndose hueco a empujones en mi atestada biblioteca. Voy recibiendo noticias del famoso piélago desde Japón, desde Armenia, desde Rusia, desde Alemania, desde la propia Escocia de Stevenson...
Y mientras tanto yo disfruto de una inusual fiebre coleccionista, y al tiempo le hago más fácil la vida a mis amigos, que ya saben siempre qué regalarme cuando vuelven de cualquier sitio.
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