El Tío es una especie de dios diablo que veneran los mineros de Potosí en las profundidades de cada mina del Cerro Rico. Luego, cuando salen a la superficie, cada uno de ellos vuelve a tener las creencias que considera oportunas. Sin embargo, dentro, en lo más recóndito, siempre hay un Tío caracterizado por su cara terrorífica y su pene enhiesto. Y alrededor, las ofrendas de la vida miserable del minero. Botellas de plástico, tabaco, hojas de coca, fetos de llama...
El Cerro Rico, un inmenso monte horadado que domina el paisaje y la vida de Potosí, una ciudad a 4.000 metros de altura, es como un gigante Tío para sus habitantes desde que en el siglo XV se descubrió plata en sus tripas.
Desde entonces, según cuentan, y a falta de estadísticas más fiables, aproximadamente 8 millones de personas han fallecido buscando mineral. Según Helen, la guía que nos llevó hasta el Cerro, aún hoy mueren tres o cuatro personas cada semana. También nos dijo, refiriéndose a una de las galerías, que por ahí salió suficiente plata como para pagar la deuda externa de toda América Latina. Sin embargo, la pobreza sigue estando presente porque, como muchos de sus habitantes, la plata también emigró.
Siempre se dice que el trabajo del minero es de los más duros que existen. Ahora, tras un recorrido de cuatro kilómetros por las galerías del Cerro Rico de Potosí puedo decir que los mineros allí viven en un infierno a la sombra del Tío, y ni las hojas de coca que abultan sus carrillos mientras trabajan sirven para escapar de su dominio.
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