Me gustaba verle pasear por la calle Alta, realmente
ensimismado, con las manos en la espalda cuando no cargaba con libros. En ocasiones me paraba frente a él y le saludaba, aunque no siempre confiaba en que me reconociera, y unas veces lo
achacaba a su posible despiste y otras a mi poca importancia. Pero el caso es
que me gustaba verle pasearse por la calle Alta. Así, sin más.
Habíamos coincidido en algunas lecturas poéticas y, desde
luego, en alguna que otra querencia ideológica. También, parece ser, porque yo
no me acordaba, en las páginas de un periódico en el que ambos escribíamos
sendas columnas de opinión. Tal vez sea –lo de la amnesia- porque yo salí a
tiros y dolorido de aquella publicación y uno suele tender a olvidar lo que
le duele para que la herida no supure más de la cuenta.
También tengo algún recuerdo de un escrito, una carta o
una columna de hace años, que debió salirle de las tripas y del hartazgo,
denunciando las connivencias, las camarillas, las cofradías, las puñaladas, los intereses creados y los olvidos
intencionados de un pequeño mundo, el de los poetas, que, sin tener nada de
especial más allá de la vanidad, levita demasiadas veces entre los caminos
trillados y las aguas pantanosas.
Lo cierto, es que el viejo poeta ya no va a pasear más
por calle alguna, ni recorrerá las librerías todas en busca de un vellocino de
oro posible o imposible. Y a mí, que nunca tuve demasiada confianza con él, es
algo que me aflige. Y es que me parece que es bien triste, en estos días en que
veo unas cuantas fotografías y noticias sobre su figura en la prensa y en las redes, que
a un poeta –muchas veces injustamente olvidado- se le preste más atención porque se muere que
porque escribe.
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