Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

lunes, 1 de agosto de 2011

Hama

Hama hasta hace poco era una ciudad tranquila con un pasado temible. Allí, el padre del actual presidente de Siria, aplastó en los años ochenta una rebelión que condujo a la destrucción de gran parte de sus edificios y a la muerte de miles de sus habitantes. Quedaron sus inmensas norias como testigos mudos de la barbarie.
Desde Hama, en los años 2008 y 2009, visité la imponente fortaleza cruzada del Crac de los Caballeros, y en una de sus librerías inicié inopinadamente la colección de ejemplares de “La Isla del Tesoro” que ahora desborda una de mis estanterías.
Paseé por sus calles y sus mercados, bebí té en alguna de sus terrazas y frecuenté muchas de sus pastelerías, embargado por el enorme placer de sus dulces. También disfruté, y mucho, del trato hospitalario de su gente.
Por eso, en estos días en los que Hama vuelve a ser una ciudad doliente, mi dolor, como la cera de una vela, también se desborda a través de mi recuerdo. Veo en los telediarios y en las fotografías de los periódicos los lugares familiares arrasados por el poder tiránico y vuelvo a imaginar un aciago paisaje de norias silenciosas.

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