Cristóbal Colón abre su grueso diario.
Toma su pluma de ganso y la sopesa entre los dedos:
sangre, vida de bestia hecha cosa para el servicio del hombre.
Moja la punta en el tintero de cuerno, el Almirante, y mira
la blancura terrible de la página. Sabe
que está esperándolo desde el principio de todo. Virgen,
está esperándolo desde que se asentaron las rocas y se fijó un límite al capricho de las olas.
Cristóbal Colón siente el vértigo con que lo llama el abismo de la página,
pero, prudente, se resiste y sólo con la punta de los dedos toca el blanco mágico.
Escribir la primera palabra será como empezar a no ser, como engendrar o como morir, los dos extremos que son una y la misma embriaguez, pavorosos principios,
triunfos, catástrofes, glorias.
Toda la inacabable riqueza de la urdimbre -oro de Aldebarán, plata de Géminis, arquetipos del ciervo y el león, del ébano y el ónix,
toda la inagotable riqueza está urgiéndolo, soplándole-. Cimbrado como una caña,
vibrante de terror y de júbilo, por fin Cristóbal Colón hunde su pluma en la página.
Comienza entonces la invención de América.
Eliseo Diego.
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